Historia de un náufrago y su abuela.





 Mientras viva en su casa, mi abuela jamás me dejará escribir tranquilo.

No basta con todas las entradas sorpresa que durante años realizó a mi habitación. Jamás  me encontró viendo pornografía: nunca vio frente a mí algo diferente a mi hoja en blanco, con palabras mediocres a medio llenar. Para defender mi oficio, siempre le alegué que yo no necesitaba estrictamente de la noche para ver algo inmoral. Así que ¿que protegía de mí? ¿mi castidad? ¿mi inocencia? ¿La posibilidad de que fuese yo un hombre bueno según sus preceptos? Trasnochar para ella es un acto extremadamente reprochable. Para ella siempre fui el centro de todas las suspicacias. Ante ella ninguna inocencia fue válida o suficiente. 

Y pese a todo me quiere como nadie jamás me ha querido.

Mucho más profunda que yo en aquel vago vicio colectivo llamado sentido común, supo desde siempre que todo esto de trasnochar y escribir eran pésimos precedentes para mí buen juicio. Por desgracia, así he sido y ella lo sabe; soy un lugar extraño en una casa absolutamente tranquila.  Incluso desde antes de tener mi primer computador, amanecía leyendo mis viejos clásicos de literatura. Hoy quiero dejar una inútil constancia de lo acontecido esta noche, de los alcances de mi molesta grafomanía; estas líneas las escribo desde el baño de mi antigua casa, y no las escribo precisamente desde un portátil. He huido de mi habitación. He huido de la sala, sólo para concederle libertad a quienes duermen. Y tranquilidad a ella. La madre más importante que he tenido en mi vida. Es curioso que mientras mis amigos esperan de sus padres aceptación, yo espero de la mía paciencia y libertad. Mi abuela es mi mujer sagrada, pese a que siempre estuviésemos incomunicados. Y mi mujer sagrada jamás comprenderá la importancia anestésica de este ritual personal, ineludible y necesario. Pensar sin escribir me parece un desperdicio de energía, y yo jamás he dejado de pensar. En definitiva, y siempre ha sido un hecho de público conocimiento; soy una rara mezcla de filósofo y retrasado mental. 

De pequeño, y para alejarme del insomnio, mi abuela llenó la noche de demonios y abominaciones. Me dijo que en la noche el mundo pertenecía al mal y a los espantos; seres benévolos pero terribles que pretendían  recordarle a los cristianos los horrores de no ir por el buen camino. Para ellos, la noche será por siempre sinónimo de pecado. Durante mucho temí ver tras la ventana algo que perturbara mi cordura. El mundo es de los demonios en la noche, y los espantos se alegran haciendo jugarretas a los trasnochadores desprevenidos. Recordándoles el sueño y el buen camino. La noche es para los lujuriosos y los ladrones. Los ladrones son, a la final, los únicos espantos que me aterran mientras escribo.

Las brujas son seres sexuales, malvados y odiosos, y pueden transformarse en animales luego de renegar de cristo.  Invaden los tejados a la madrugada repartiendo maleficios. A la hora de la metamorfosis, sus animales favoritos son la pisca y la mariposa negra.
Nunca he visto una pisca volar, pero las mariposas negras son comunes en cualquier casa, y aún hoy me producen escalofríos y malos presentimientos.
 Aunque lo confieso; hace mucho, regresando a media noche de la casa de mi amigo Yesid, vi a una enorme pisca cruzar deprisa la carretera. Incapaz de realizar al respecto un juicio definitivo o de si quiera explicar qué hacía una pisca a esas horas en la calle, decidí  decirle adiós con la mano, en señal de lúcida y juiciosa simpatía.