Al otro lado del atlántico.



Mi muy querido amigo.

No sé si la vieja simpatía que sentía por mí haya sido disuadida por nuestras actuales y abismales diferencias. Como bien le expliqué, de un tiempo para acá me alejé de todas esas viejas obsesiones espirituales que me aquejaban, y me dediqué a la búsqueda concreta de la belleza, que en mi opinión es la única religiosidad posible. En una adolescencia como la mía, en donde experimenté tantas religiones y tantos pensamientos contradictorios, en donde conocí tantos secretos lagunosos y tantas doctrinas que llegaban juntas al mismo grado de absorción y ataraxia, la negación de lo absoluto fue la única manera que tuve de seguir viviendo. Negarlo todo fue la manera sencilla de continuar mi vida dándole exactamente la misma importancia a cada doctrina que conocí y experimenté. Asumir una, por razonable que fuese, equivaldría a una desconsideración con todas las demás. Además, siendo la búsqueda de la novedad tan importante como lo fue la búsqueda de la plenitud, ¿cómo no rechazar y olvidar al cristianismo, si como occidentales es la doctrina que conocemos más profundamente?

Pero lo sé; no hablamos, al mencionar al evangelio en breve, de un cristianismo tradicional. Hablamos más bien de un cristianismo gnóstico, totalizante, humanista. Hablamos del cristianismo personal de León Tolstoi.
Ya es dieciséis. Mañana regresaré a ese pueblo del que usted y yo creímos despedirnos para siempre. Como bien sabrá, los cambios en aquella pequeña estructura pre-moderna de arquitectura insípida y costumbres católicas y conservadores son extraños. La gente allí nace y muere, pero no cambia; usted y yo a nuestra manera fuimos cambios que mal que bien algo han hablado de la realidad laboyana. Los “hombres sabios”—como alguna vez usted los llamó— que nos guiaron a través de nuestras múltiples preguntas siempre hablaron de la distancia como condición absoluta para comprender mejor aquello que observábamos. Esa distancia, que no es otra cosa que una buena dosis de soledad espiritual, me aqueja desde hace mucho pese a no haber abandonado Colombia.
La realidad que compartimos, tan flexible, tan lacónica, tan cruel y tan humana, es como un antiguo telar lleno de hilos sueltos casi equivalentes desde los cuales parece imposible sujetarse. En ese aspecto sigo siendo el mismo crio del que usted se despidió ocho años atrás, con una diferencia; si algo he entendido hasta ahora es que sólo yo puedo aliviar mis cargas y mis preguntas.

Después de todo, eso hizo Tolstoi; respondió a sí mismo lo que no había encontrado en ningún filósofo, científico o teólogo. Era urgente para él darle un sentido a su existencia y lo hizo en una doctrina acorde a su cultura y a su tiempo. Suponer que esta doctrina es válida hoy o que puedo adherirme a ella con facilidad, sería para mí un diminuto acto reaccionario.

Es posible que le exaspere la arrogancia de mi posición.

En nuestro pueblo éramos pequeños huérfanos sin rumbo, sin una identidad, sin una filosofía. La realidad en la que siempre nos creímos extraños, y en la que buscamos fallidamente alivio a nuestras desconcertantes ambiciones era tan parcial y diminuta como lo es físicamente Pitalito. Pero anhelábamos mucho más y en ese deseo no había arrogancia ni ingratitud, si no simple deseo de paz interior. Usted, mayor que yo y mucho más consecuente, ha logrado avanzar con mayor éxito y ahora es un ciudadano del mundo. En Londres, caminando por las frías calles del East End, o cruzando el Támesis sobre el London Bridge, es posible que no haya perdido el rumbo de sus incertidumbres. Reclamar un libro no escrito por usted como verdad absoluta tal vez sólo quiere decir que su tranquilidad requiere recordar constantemente lo que debe sentirse. Soy incapaz de ese grado de obediencia. Su incertidumbre a diferencia de la mía no lo ha inmovilizado, pero de algún modo, es mucho más amenazante. Yo aún sigo luchando con el idioma, mi mayor limitación y mi mayor incertidumbre. Por lo demás, sigo siendo igual de inconsecuente. Tengo menos dinero que antes y las fronteras colombianas aún me resultan inevadibles, pero a mi modo, estoy en paz conmigo mismo.

Para concluirle de manera sencilla, evidentemente le debo agradecimiento por preocuparse por mis incertidumbres, pero la vida para mi tiene un sentido, un sentido que se aleja de las religiones e incluso de las explicaciones científicas. Un sentido dionisiaco, de algún modo. Un sentido que me ha costado el alma, y todo éxito sencillo que pude tener en mi vida. He huido del sinsentido como se huye de la peste, lo que implica que a la larga me entregado a un sinsentido para los demás (ser un buen escritor es algo que cuesta bastante si hablamos de tiempo y esfuerzo, y la mayoría de mis contemporáneos ya han salido de su moratoria laboral y trabajan) entregado a mi propio absurdo no tengo nada que envidiarle a quienes construyeron el propio. Soy, al fin de cuentas, simplemente un hombre libre.

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