Mi ideología (parte 2)



Aunque no vayamos a las armas la política siempre será un acto de guerra contra el opositor. Llevamos a las urnas nuestras ideas para que sea la mayoría quien decida que ideología (que proyecto de administración social) dirija el destino de todos durante un marco determinado de años. Esta sucesión del poder impide que una ideología degenere y decaiga por completo en el rechazo general. Es decir, un marco pequeño de tiempo hace a un partido y a una ideología inocente por sus constantes equivocaciones.  El relevo de poder hace inocente al estado de las maquinaciones y errores de los partidos, pese a que en otros sistemas los mismos errores habrían derrocado dictadores y reyes, forzándonos a pensar otro camino.  Siempre hay factores no negociables dentro de este régimen. Siempre cambiarán los rostros, pero la política interior será la misma tras cada relevo.


En algún  momento de nuestra historia el tiempo se convirtió en pensamiento.

Supongo que esto coincidió también con el origen de la democracia liberal y la visión de progresismo industrial. Caída la fidelidad a la nación como designio divino, empezó a construirse la visión de nacionalidad y patria como concepto de cohesión social.

Pero, ¿qué pasó con los factores que nos unían antes de la radicalización del concepto nación?

Tribus, comunas, familias, linaje, sangre, raza, religión, todos aquellos factores justificaban la creación de una cohesión social a pequeña escala. Unían pueblos y justificaban genocidios,  creaban reinos y destruían  vidas por doquier. Pese al optimismo del renacimiento la humanidad nunca ha sido una masa compacta de individuos con un interés común. Somos dispares y chocamos constantemente. La vigencia actual de todos aquellos conjuntos que nos convertían en seres de naturaleza violenta justifica en parte el fracaso de nuestra cohesión bajo el paradigma de la nación.

De hecho, la república, la nación, nuestro país (cualquiera que sea) fue un intento de crear un imaginario más global que sirviese para unirnos y gobernarnos. A mayor tamaño y mayor cohesión, mayor sería la posibilidad de adquirir poder militar.

Los imaginarios regionales de cohesión llevan siglos en nuestra cultura. Hoy están en decadencia gracias a la globalización de prejuicios, cosa que debemos a los medios de comunicación y a la intención de globalizar una ética común. Una ética liberal. La raza (por ejemplo) lleva milenios siendo un factor de reconocimiento y coherencia en las relaciones sociales humanas. En el proceso de sometimiento y dominación de comunidades, la raza ha sido determinante para señalar quien se somete o quien gobierna. Gran parte de las guerras de control territorial han sido raciales. Prueba de esto, y evidencia de antiguos litigios raciales son las divisiones raciales y de casta que aún persisten en la india y la segregación racial  que aún padece nuestra América.

Creo que detrás de la guerra contra los prejuicios antiguos (llamaré así a la religión, a la raza y a las etnias) nada tiene que ver con el atraso y la ausencia de una cultura estandarizada. Existe una ética local  que ha persistido a través de los años al duro cuestionamiento del liberalismo ideológico, y este a su vez ha intentado crear el sentido de cohesión universal llamado patria, en donde la raza y la religión dejan de ser un factor determinante para convertirse en valores secundarios subyugados a la ciudadanía.  Esta ética del no rechazo no se aplica para la pobreza o para la miseria. Es invalido rechazar a alguien de color porque para hacerlo acudimos a una ética local y “anacrónica”  es válido rechazar a un pordiosero o a un miserable porque para hacerlo acudimos a una ética global y a un prejuicio contemporáneo. El miedo.

Pero el miedo, curiosamente, es la misma razón por la cual rechazábamos a las razas y a las religiones que nos eran extrañas.  

Evidentemente la disputa entre razas, religiones y pueblos va en contravía de los intereses de una nación liberal. En una nación liberal los individuos se separan entre sí por su nivel de consumo, no por su color de piel. Ya no rechazamos al poseedor de un tono de piel diferente, rechazamos al poseedor de una capacidad de consumo menor a la nuestra. La democracia liberal, nacida de la burguesía mercantil requiere de consumidores cohesionados, por eso rechaza los antiguos prejuicios de superioridad étnica.

“en todos los pueblos, en todas las razas, en todos los idiomas hay consumidores”  

¿Qué es con exactitud un prejuicio? Yo lo definiría como un artefacto de poder. Quien controla el prejuicio controla  una reacción en la sociedad.

El nuevo paradigma de nación (para mi es nuevo, pese a que nos rija desde hace 200 años)  no puede ser subyugado bajo el poder de alguno de aquellos factores de cohesión pequeños, que le otorgan control social a otro tipo de líderes diferentes a los políticos. Antes de ser católicos y negros, o blancos, somos colombianos, brasileños, argentinos. Evidentemente los conflictos internos por estas subcategorías entorpecían el caminar del factor de cohesión principal.

Peor aún, entorpecen el  ejercicio del poder. Si estamos obligados por el poder político a alzarnos en armas contra un país vecino, no podemos dejarnos llevar por el sentimentalismo de factores locales de cohesión. “Puede que nuestros vecinos también sean católicos y mestizos, pero no son colombianos”

Por ende, deben morir.

El arma todopoderosa del prejuicio liberal en contra de los prejuicios locales es el tiempo. Este prejuicio (bastante estúpido por cierto) otorga a la actualidad una superioridad argumentativa y técnica incuestionable. Lo anacrónico es indefendible. Lo actual debe prevalecer. Si nuestro opositor es anacrónico esta derrotado de antemano. Por ende, tenemos una capacidad moral superior que nos permite ejercer contra él todo el peso de nuestra visión política superior.

En los noventa y a finales de los ochenta, algunos economistas neoliberales declararon al comunismo “inexistente” en la historia. Tras el conflicto de la guerra fría y la caída del muro de Berlín, algunos fueron lo suficientemente arrogantes como para sugerir  la finalización de la historia.

¿Fue acaso la caída de Roma el colapso del cristianismo?

O pensemos en Nietzsche.  En 1882 escribió su frase célebre “dios ha muerto”



Gott ist tot“

Y con él  (pensó Nietzsche) colapsaron los valores de la Alemania imperial.  No, no sólo los valores de Alemania, los valores de toda la civilización occidental. Aunque en parte tenía razón,  han pasado 121 años desde entonces.  Los creyentes en el mundo  de alguna variante de religión judeosemita superan  53,5% de la humanidad.

En mi opinión, dios no morirá hasta que el último creyente no deje de existir. 

La humanidad no parece ser una masa compacta con un interés y un tiempo común. En la humanidad, en cualquier país, e incluso en cualquier ciudad subsisten una indefinible cantidad de tiempos simultáneos y no excluyentes. Mientras yo escribo esto en Bogotá, en un pc portátil y en una cómoda habitación, en el sur del país existen campesinos que  aún sobreviven en una era feudal. Al occidente, en el Chocó, comunidades afrocolombianas parecen rezagos de la edad de piedra. Sin embargo el  liberal asume al mundo como fervorosamente postmoderno, y cree que los desarrollos tecnológicos generan un momento común que define a toda la humanidad.

Sólo la actualidad prevalece y determina la nación. Sin embargo los factores adversos, por no ser siquiera tenidos en cuenta, son incontrolables. 

La razón no justifica por completo al hombre. La técnica no es el único factor determinante para  la creación de su historia. Asumida de una manera racional gran parte de lo humano en la religión se nos escapa. No somos estrictamente seres racionales, somos (además) muchas cosas. El liberalismo positivista rechazo de antemano todo prejuicio anterior a su reinado, pero su gobierno está repleto de agujeros técnicos, lleno de vacíos legales. Su visión de “progreso irrefutable” no es lógica, sino  más bien arrogancia absoluta. ¿Puede una idea, un prejuicio, un factor de cohesión, devaluarse sólo porque no es “actual”?

 Sólo los individuos pueden autodeterminarse, y eso incluye a las comunidades locales aisladas y a las naciones que deciden asumir una postura contra la corriente en el prejuicio universal de la postmodernidad. Impedir que determinado pueblo y determinado individuo cuestione o rechace su voluntad a favor de una ideología foránea me parece grotesco. Quizás el único valor de la democracia que me convence es el de la autodeterminación. Todos los individuos y todos los pueblos merecen construir su propio camino, y merecen cometer sus propios errores. La actualidad no es más que un espejismo de sometimiento.

El ejercicio del poder requiere de tiranos, requiere de excesos, pues ellos son los únicos medios de llegar a verdaderos acuerdos.

Lo único importante es no olvidar ni maquillar la historia.  


Pocas cosas han sido más nocivas para la libertad de los individuos y de las naciones que la globalización del mercado. No creo que la democracia sea la última panacea en las ideologías.

Tampoco creo dañinos todos los totalitarismos. 

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