El autobús suele ser mi mayor y única fuente de
interacción con desconocidos en la ciudad.
A veces suceden cosas extrañas, cosas que tengo la necesidad
de escribir o de recordar. Cosas que
parecen fragmentos de historias más grandes, o para ser más precisos, son como
piezas de rompecabezas que procuran ensamblarse en una historia mayor. Mi forma de catalogarles siempre ha sido la misma;
son impresiones estéticas. Hoy, por
ejemplo, tuve una impresión estética bastante fuerte.
Como es mi costumbre tomé el mismo autobús de siempre en la
avenida x con calle y, a eso de las dos y media, justo después de salir de
clase. Extrañamente encontré uno bús XXX vacío
que en cuestiones de ruta y decencia cumplía moderadamente mis expectativas. Me hice en la primera silla justo a la derecha del conductor. La tarde era soleada pero
fresca; el día había sido para mí lo
bastante agitado como para que al sentarme sintiera una profunda
tranquilidad. Creo que me dormí durante
unas veinte o treinta cuadras. Y como sucede cuando duermo en un bus, mi sueño
fue profundo y vacío. Me desperté bastante satisfecho. Escuchaba música,
y en ningún instante me quité los audífonos, así que no tuve ninguna sensación exterior
respecto a los demás ocupantes del autobús. Sólo noté que ya tenía tantos
pasajeros como le es habitual. Todas las sillas estaban ocupadas y unas veinte
personas se agarraban de los tubos estando de pie.
Entre aquellos pasajeros había una persona junto a mí. Una
chica bastante joven. La vi algo menos de un segundo y de reojo, luego, regresé
a la ventana. Sonaba en mi celular una excelente canción de Lucrecia Dalt, y
por tanto la ventaba protagonizaba para mí una especie de fluido y citadino
soundtrack. Durante el resto del trayecto no le presté ninguna
atención a lo que sucedía a mí alrededor. Ni a la chica, ni a los demás
pasajeros, ni a la vía misma. Mi mente estaba en blanco. Sentía una pasiva
tranquilidad. Estaba poderosamente
narcotizado por mi soundtrack imaginario.
Creo que en algún punto perdí la concentración por un
trancón. Uno usual en la avenida j. Me retiré los audífonos y miré hacia los
demás pasajeros. El bus ahora estaba medio vacío. Vi a una anciana de aspecto
andrajoso sentada en las sillas azules. Más atrás, algunos jóvenes conversaban
groseramente, y aún más al fondo vi a un par de hombres mayores y a dos niños
que al parecer regresaban del colegio. Y a mi lado seguía la misma chica de
siempre, que seguía dibujando. Traté de recordar la estación en donde ella había
subido pero recordé que la vi por primera vez luego de despertar. Así que no tenía
registros mentales del momento en el cual decidió sentarse junto a mí.
Ella tenía el pelo negro, ojos castaños, y unos rasgos
afilados y pequeños. Era delgada y vestía con sencillez. No llevaba maleta, pero si un bloc enormes y
un puñado de lápices en el bolsillo frontal de su chaqueta.
Y bueno, sin más preámbulos me fije en lo que dibujaba. No
lo había hecho hasta entonces. Tuve una impresión
extraña, una sensación muy bogotana, muy
usual; fue el impacto de la desconfianza inicial, fue como un escalofrío. La chica me había dibujado a mí, observando
la ventana. En su imagen yo tenía la mirada vacía frente a una hilera de
edificaciones distantes.
Y extrañamente el
dibujo no me resultaba repelente. Había corregido hábilmente gran parte de mis
defectos faciales.
¿Por qué lo hizo? Me pregunté. Lo más curioso fue que al
notar que vi su dibujo la chica no
mostró la más mínima expresión de disgusto o necesidad de aprobación, y
por el contrario continuó mejorando los detalles y los trazos, perfeccionando
su obra pero sin mirarme, como si yo no estuviese ahí. Sin embargo, y aunque no puedo del todo decir que me ignoraba,
parecía no percatarse de mi curiosidad, de mi asombro. Al parecer no esperaba ninguna
reacción de parte del objeto que había decidido dibujar. Era como si me creyera
un árbol, o un frutero.
Entonces pensé; probablemente al terminar me pida dinero,
pero no lo hizo.
¿Y tú, no has hecho exactamente lo mismo? Me dije a lo
mismo, como si entendiera al fin el sentido de lo que ella hacía. Muchas veces,
al llegar a casa, acostumbro a escribir decenas de historias sobre personas con
las que me cruzo en trasmilenio. Todas las impresiones terminan en una
libreta. Me detengo en personas
extrañas, en pequeños escándalos
callejeros, en situaciones cotidianas que apenas y pueden ser anécdotas de
pasillo. Y así, pienso, al escribirles detalladamente, ejercito mis dedos y estímulo mis músculos narrativos.
Como cuento con mi memoria indudablemente mi arte es mucho más
sutil, pero no deja de ser tan descarnado como un dibujo frente a frente, un
dibujo no autorizado, una fotografía robada.
Pero, ¿por qué ella ha decidido dibujarme a mí? Yo escribo
sobre gente extraña, gente
ocasionalmente llamativa. Pero que me elija a mi es algo que no alcanzo a
entender. ¿Seré tan extraño? Sentí la incomodidad de un observador morboso
expuesto socialmente, me sentí como un espía traicionado por las sombras,
expuesto abruptamente a la luz.
No soporté la sensación y me bajé del autobús un par de
estaciones antes de llegar a casa.
Al bajarme noté que ella volteó la hoja de su bloc, y sin
siquiera mirarme, de inmediato empezó a
dibujar a otro desconocido.
Oscar M Corzo
06 de agosto del 2014
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