A la playa llegaron seis camionetas y un
autobús. De la primera camioneta bajó un hombre vestido de negro, de rostro
enfermizo aunque su cuerpo parecía pesado e imponente, con el cabello cubierto y una larga barba
descuidada. Una veintena de hombres descendieron tras él de otras camionetas
—aunque ninguno lograba su tamaño ni imponencia— para luego
formar disciplinadamente frente al primer hombre, que dio al grupo una
pequeña explicación en árabe de lo que debían hacer desde ese instante, y luego
arrojó una bengala sobre los riscos para que otra treintena de hombres que
aguardaban entre las rocas descendieran para unirse a los que ya escoltaban el
autobús.
El primer hombre empujó del autobús a una
mujer que llevaba los brazos amarrados a la espalda y la cabeza cubierta con
una tolda negra. La mujer tenía un largo vestido de noche que entorpecía su
caminar en la arena. Del autobús fueron saliendo uno a uno varios hombres más,
atados de manos y llevando en las manos algunos instrumentos musicales. Los
prisioneros iban vestidos de gala, y también tenían el rostro cubierto. Apenas
la mujer sintió la arena bajo sus pies empezó a gimotear e intentó arrojarse al
suelo—creyendo que en el suelo entorpecería su martirio—pero las manos de dos
hombres se lo impidieron. Ya entonces estaba cansada de preguntar “¿Qué
quieren?” en todos los idiomas que manejaba (fluidamente en polaco, inglés, alemán y francés, y con
torpeza en español y portugués) así que terminó dejándose llevar, en medio de
un llanto digno y seco. Los hombres que la escoltaban la colocaron junto a una
especie de mástil enterrado, amarrada por las manos, de frente a la parte más
baja del océano.
Sara presintió una larga temporada de
torturas y humillaciones, y tuvo la esperanza que durante un combate o un
intento fallido de rescate una bala perdida acabara con su vida lo más rápido
posible. Sin embargo, cuando sintió las manos de uno de sus secuestradores
tocando sus pies (ante la posibilidad de morir violada por desconocidos,
prefería un fusilamiento urgente) una racha de energía y adrenalina la obligó a
forcejear golpeando y mordiendo todo lo que tuviera cerca. En medio de su
forcejeo, alguien le retiró la mortaja del rostro.
Estaba en la playa (hasta entonces ella lo
ignoraba, a pesar del ruido, la arena y del olor a sal en el aire; a ese grado
de nerviosismo había llegado) la playa era pedregosa y carmesí. No reconocía
ninguna forma, e incluso el cielo nublado le resultó extraño.
—Cálmate, prostituta —le dijo el primero
de los hombres, con un acento amargo cuyo origen le resultó difícil de
distinguir—. Mientras nos escuches y obedezcas, nada malo te pasará.
La mujer tenía el rostro golpeado y los
ojos enrojecidos, presentía una mentira pero asintió nerviosamente. Sabía que
había estado algo más de cinco horas maniatada y con el rostro cubierto,
primero en un avión y luego en el autobús, pero no lograba intuir su posición,
¿es el océano atlántico o el pacífico? el agua era particularmente oscura y de
aspecto frío, ¿para qué alguien secuestraría unos músicos y los llevaría tan
lejos? ¿Qué sentido tenía todo aquello?
Desconcertada, descubrió que otros hombres
trabajaban en una especie de escenario improvisado entre las rocas dirigido
hacia el océano. Enormes amplificadores de sonido se enfocaban en dirección a
las profundidades, ¿Era esta una broma que había llegado demasiado lejos? Tras
el hombre que le descubrió el rostro, al que asumió como el líder ya que los
demás se le subordinaban, vio en fila a casi casi todos los músicos (sus
amigos) conducidos por otros hombres armados, que les apuntaban por la espalda
mientras caminaban en dirección al escenario.
Cuando puso sus pies sobre una plataforma
de piedra medio enterrada sintió un escalofrío. En algo le recordó a las
plataformas de sacrificio de la cultura Azteca. En la plataforma destacaba un
agujero pequeño y circular. Un par de gritos en un idioma difícil de distinguir
bastaron para que otros hombres sacaran la arena del agujero y colocaran en su
lugar un atril de partituras. El
director de la orquesta fue arrastrado hasta allí, y uno de los soldados se colocó en su espalda.
Otro de los soldados colocó un atril frente a Sara con partituras. Era una
pieza del compositor Zbigniew Preisner: Labyrinthe.
— ¿Ustedes son fanáticos de Preisner? ¡Yo
lo conozco! — gritó la mujer— Si nos dejan ir podría presentárselo. Es un gran
hombre...
El líder de los hombres armados se acercó
a ella, por primera vez con un atisbo de amabilidad.
—Elegimos el tema del compositor pagano
Preisner por simple casualidad, pues se ajusta a la frecuencia que necesitamos.
Cántalo y te dejaremos ir.
¿Tenían sentido esas palabras?
¿Significaban algo para alguien? por un minuto Sara sintió que soñaba, que
hasta el momento todo lo que ocurría no era más que la escenografía de una
pesadilla.
— ¿Esto es una broma verdad?—susurró.
Pensó que aquel hombre le diría que sí, lo
que la obligaría a despertar en su cuarto, semidesnuda y cubierta de sudor; se
descubriría entonces un poco ebria y maldormida, lo que justificaría la
pesadilla. En cambio, el hombre hizo una señal para que le acercaran a uno de
los músicos. Mientras la observaba, y sin ningún otro gesto distinto, apretó el gatillo de su arma, disparándole al
músico justo en la frente. Era un chico joven (no llevaba mucho tiempo en la
orquesta, apenas unos tres meses) que cayó al suelo con una suavidad inquietante.
Del agujero fluyó una sangre espesa que le recordó a la mermelada de mora. El
ruido pastoso de su caída en las rocas no le dejó otra opción más que
reaccionar. No era un sueño. El olor a pólvora hizo que le picara la nariz, y
el olor a sangre se hizo sentir con suavidad en el viento de la playa. Tuvo que
vomitar para tomar conciencia definitiva de lo que sucedía a su alrededor.
—De usted depende que eso no vuelva a
suceder —le comentó el hombre de negro, con cierta suavidad.
Después de ello los músicos se organizaron
frente a los atriles con obediencia. El sonido era particularmente potente; un
amplificador Peavey TransTube de 500 watts (suficiente para un concierto
enorme) mientras todos los micrófonos de los músicos y el suyo propio conducían
a un Mixer de aspecto rudimentario. Probó el sonido como lo haría en un
concierto cualquiera, en otro lugar distante, aunque la mayoría de veces no le
fuera necesario usar amplificación.
—1, 2,3,4,5...—susurró Sara al micrófono.
Pero nadie administraba el sonido. Fue la
última vez que sintió que debía estar soñando. Los soldados rodearon al grupo
de músicos, e incluso algunos se sentaron en el suelo mientras se afinaban los
instrumentos.
—Quieren que cantes para darle una señal a
algo que se encuentra en el mar —le susurró Dabir, un músico de origen Iraquí
que tocaba el violín en la orquesta.
— ¿Sabes de donde son? ¿Sabes qué quieren?
—le preguntó Sara
—No —respondió Dabir—. Tienen un acento
nadji que me resulta casi incomprensible, pero repiten algo constantemente.
— ¿Qué dicen?
—”Para derrotar al demonio es necesario un
demonio mayor”
— ¿Y se supone que nosotros llamaremos a
ese demonio? ¿Qué pasará cuando descubran que no podemos hacerlo? —Había
desesperación en las palabras de Sara, pero el susurro era casi imperceptible
en medio del ruido exterior— ¿Dirán que canté mal, que tocamos mal? ¿Pensarán
que a propósito torpedeamos su plan?
Dabir guardó silencio por un instante
—Es lo más seguro —susurró—. Igual, ya
estamos muertos.
La preparación terminó cuando el sol empezó
a aparecer en medios de las nubes, ya pasadas unas cuatro horas. Serían algo
más de las tres de la tarde cuando el hombre de negro dio la orden de empezar,
pero algunos de los músicos comentaron —con temor— que sus instrumentos no se encontraban en las
mejores condiciones.
Sara empezó a cantar. Los violines
siguieron el camino que marcaba su voz. El amplificador empezó a chirriar
cuando Sara alcanzó las notas más altas, pero no tuvo ningún ánimo de quejarse;
donde el piano marcaba los tiempos de un silencio de los demás instrumentos, El
director movía los brazos en forma de compás, recordando las pausas y momentos
fuertes a los demás músicos.
Fue entonces cuando el hombre de negro se
acercó a Sara. Tenía un libro de cubierta rugosa en la mano derecha, y una lata
llena de musgo y hongos en la izquierda.
—Repite conmigo—. Le dijo. Ambos
repitieron palabras ininteligibles en un idioma desconocido.
Luego colocó la lata a los pies de Sara, y
encendió su contenido con un fósforo. De inmediato empezó a emerger un humo
negro parecido al del engrudo. Sara dejó de cantar por un instante, pero retomó
la letra de la ópera con un brillo extraño en los ojos. Nadie dejó de tocar,
pero notaron que el mar empezó a retroceder y que la voz de Sara se hizo más
potente. El cielo mismo se oscureció a pesar de que no había entonces
demasiadas nubes en el cielo, y la tierra, de forma inexplicable, rítmicamente empezó a temblar. Eran temblores
breves que se sincronizaron con el compás que aún marcaban los brazos del
director.
Mientras tanto, los soldados se arrojaron
al suelo y empezaron a rezar. Dabir, que tocaba el violín junto a Sara,
entendió por sus plegarias que se aproximaba el fin del mundo.
Sara seguió cantando, alargando ciertos
momentos de la Opera que requerían su mayor esfuerzo vocal. A unos seis
kilómetros de donde se encontraban, un par de riscos enormes surgieron del
agua, distanciados uno del otro por unos cinco kilómetros (la línea divisoria
del agua continuaba retrocediendo y ya
se encontraba a unos doscientos metros de la playa, mientras la luz del sol,
pese a la hora, casi había desaparecido) Dabir vio como aquellos riscos
empezaron a emerger y a acercarse a mayor velocidad a la playa. En medio de
ellos, una isla enorme de redondez alargada emergió justo en dirección a ellos.
El mar continuó retrocediendo. Dabir observó a Sara y la vio como una mancha
extraña que se movía de forma inhumana y antinatural, como convulsionando a una
velocidad de vértigo. Lo primero que pensó fue que el humo de la lata en sus
pies, que seguramente lo había alcanzado, era alucinógeno. Cerró los ojos y
empezó a repetirse “nada de esto está ocurriendo”
Pero sólo tuvo el coraje de cerrarlos
diez segundos. Cuando los abrió de nuevo vio en el horizonte, bajo aquella
misteriosa isla que se levantó en medio del mar, dos ojos fríos que observaban
sin observar, dos cristales vacíos del tamaño de la luna. El tono de los ojos
era el de un azul gélido. Carecían de conciencia y de algún modo parecían
dormidos. Sara, que hasta entonces tuvo los ojos verdes, transmitía una luz
similar en su mirada.
—Es mucho más grande de lo que dice el
libro — Susurró en árabe uno de los soldados junto al hombre de negro.
Los soldados estaban tan asustados como
los músicos, y por un momento dejaron de apuntar a aquellos que hasta ese
momento eran sus prisioneros. David, el hombre que tocaba el tambor, soltó las
baquetas y quiso correr, pero un disparo que no iba dirigido a él lo detuvo.
—Si dejan de tocar nada podrá
controlarlo —. Gritó el hombre de negro, que parecía disfrutar el momento— Si
dejan que despierte será el final de la humanidad y de la vida.
Ya entonces en el horizonte había un ser
del tamaño de una montaña que avanzaba hacia la playa. Su cuerpo era colosal, y
de él caían trozos enormes de musgo, algas y coral. Donde debía estar el rostro
emergían cientos de tentáculos enormes que se estremecían y convulsionaban al
ritmo de la voz de Sara. Los primeros riscos que emergieron del agua
demostraron ser las garras que coronaban dos alas enormes en la espalda de la
criatura. Ya de pie frente a la playa eclipsó la luz de un sol y eclipsó las
estrellas.
Entonces Sara levantó los brazos y empezó
a levitar, repitiendo la ópera otra vez.
— ¡Si él la alcanza estamos
muertos!—gritó el hombre de negro
De inmediato tres soldados sujetaron a
Sara de los pies, pero ella los levantó del suelo hasta que no pudieron
sostenerse. Sara se elevó por los aires hasta estar a la altura de su rostro.
El brillo azul que ambos tenían en la mirada se intensificó. Ya no había nada
de Sara en su cuerpo, su mente se encontraba abandonaba en oscuridad y vacío.
Pero algo dentro de ella pudo repetir unas palabras que aquel ser comprendió.
—”Te han nombrado en vano”—dijo Sara, en
una lengua que los hombres nunca han usado.
La criatura respondió golpeando la
tierra, como quien aplasta una cucaracha. Las rocas se levantaron por el golpe
hasta casi tocar a Sara, y las aguas se arquearon en una onda
expansiva que evaporó todo lo que había alrededor, desvaneciendo el risco y
todo lo vivo que hubiera en él. Los vehículos que antes estaban en la playa se
levantaron y desaparecieron. Cuando cayeron los escombros, el brillo del magma
se dejó entrever en el centro del impacto.
Sara continuó levitando a la altura del
rostro de la criatura, que estiró una de sus manos y la acarició entre la punta de sus garras. De inmediato se
dio media vuelta y regresó al mar, aún con el brillo azul en los ojos. Las
profundidades se abrieron delante de él; cuando el agua ya lo cubría otra vez
una ciudad inundaba dejó entreverse, y en ella ningún muro y ninguna columna
poseía forma euclidiana. Caminó hasta el centro mismo de la ciudad, y en ella
levantó una especie de caja de cristal que contenía a cientos de mujeres en un
vaho inmóvil, todas levantando los brazos, en trance infinito, con los ojos
azules, petrificadas en el tiempo. En sus ropas estaban todas las épocas de la
humanidad. Allí colocó a Sara con las demás, y luego regresó a su trono para
continuar su sueño infinito.
Oscar M Corzo
25 de abril del 2017
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