Apocrafía y terror.



Aunque no lo parezca, es muy fácil desaparecer de internet. Sólo es cuestión de tiempo; los formatos caducan y las plataformas desaparecen sin dejar rastro. 

Creo que me he leído todos los cuentos de Borges. Incluso podría recitar el Aleph o las ruinas circulares de memoria, pero es posible que alguno que no me despierte tanta admiración se me  haya olvidado por completo. Sin embargo, tengo dos cuentos apócrifos que recuerdo constantemente, aunque ya no los conservo físicamente.

Primero que todo; lo de apócrifos es una suposición. Para explicar su origen tengo que hablar del Ares, y del internet de principios de siglo. Ares es un programa de compartición p2p que fue la primera ventana a los archivos piratas de internet. Todos los teníamos entonces, y lo usábamos para conseguir cualquier cosa. Con conexiones telefónicas de un máximo de 5kb/s , descargar un video tardaba un mes y una canción probablemente una semana. Los recibos de los teléfonos fijos costaban una barbaridad, pero lograr un archivo extraño producía una alegría intensa que es poco probable hoy en día volver a sentir.

En el 2004 o 2005 se me ocurrió buscar libros de Borges en Ares. Como eran archivos pequeños se descargaban con facilidad. Encontré un montón de cuentos desordenados. Sin embargo, en Ares había una práctica extraña para darse a conocer; pequeños escritores, músicos o artistas sin nombre firmaban cuentos, canciones o pinturas propias con nombres de artistas famosos para difundirlos mejor. También era común cambiar autores de cuentos. Por ejemplo; en aquella época leí el cuento “los nueve millones de nombres de dios” firmado por Asimov. Muchos años después, luego de buscarlo inútilmente con un nombre errado me enteré que el cuento en realidad le pertenecía a Arthur C. Clarke.

En el caso de las obras propias,  inevitablemente se compartían y difundían con un crédito ajeno ( la mitad del plan funcionaba) pero vos continuabas en el completo anonimato. Se corrió el rumor alguna vez que un cantante colombiano se apropió de una canción que alguien distribuyó diciendo que era suya. ¿Y quién podría decirle lo contrario? 

Respecto a estos dos cuentos, los archivos originales los perdí hace mucho, y no tuve forma de recuperarlos.

El primero se llamaba el Necronomicón de Borges. El narrador era un periodista mexicano que entrevista a un Borges taciturno y angustiado. La conversación fluye con normalidad, Borges poco a poco toma confianza con el periodista hasta que se decide invitarlo a su despacho. Allí, luego de un par de bebidas y cierta complicidad, Borges se anima a mostrarle un libro extraño al que tuvo acceso recientemente. Le advierte que el libro tiene una fama macabra y que muchos lo suponían en la Biblioteca de la Universidad de Buenos Aires. Pero no. Estaba en la biblioteca Nacional, donde él era el director. 

De inmediato saca el Necronomicón. Su comportamiento con el libro es enfermizo y recuerda un poco a Gollum con el anillo único. 

El resto del cuento es un epistolario, donde Borges empieza a sumergirse en una especie de locura frenética por el libro y sus secretos. El periodista guarda el secreto, pero empieza a preocuparse por su salud mental. Toda la oscuridad y ansiedad concluyen, sin embargo, con la ceguera, que de algún modo lo libran del hechizo del libro maldito. La última carta es angustiosa. Borges ha perdido a todos los libros del mundo, pero se siente aliviado de no poder acceder otra vez a aquella adictiva fuente de conocimiento prohibido. El libro regresa a la biblioteca, Borges lo coloca en algún anaquel cualquiera y se esfuerza en olvidar donde, pues su mayor deseo es que no sea recuperado. Y no existe mejor forma de desaparecer un libro que enterrarlo en un millón de otros libros.

Estoy casi seguro que esa fue la primera vez que escuché hablar (indirectamente) de Lovecraft. 

La segunda historia (tan poderosa que bien podría ser de Borges, pero nunca lo he encontrado en ninguna de sus obras completas) transcurre en una Inglaterra victoriana. Un acaudalado comerciante recibe una carta. Una sociedad secreta (el nombre de la sociedad era el título del cuento,  y lo he olvidado)  le advierte que debe entregarles el dinero que ha ganado durante toda su vida, o de lo contrario alguien morirá cada noche y será culpa suya. En un principio el comerciante se burla, y toma la carta como una broma, pero la sociedad secreta cumple su amenaza con una mecánica precisión. Creo que antes de los asesinatos el comerciante se entera por algunos minutos el nombre y el lugar del asesinato para resaltar su culpabilidad e impotencia. Siempre tiene la esperanza de intervenir en el asesinato y salvar a la víctima, pero esa esperanza es engañosa.

Las víctimas son personas completamente comunes. Puede morir cualquiera en cualquier momento, es imposible detenerlos porque es imposible proteger a todo el mundo al mismo tiempo. El cuento expresaba una forma de terror absoluto que está muy de moda en nuestros días. Recordé el cuento con los recientes atentados de Londres. El comerciante termina suicidándose y entregando su dinero. No encontró forma de detener esta macabra forma de terror.  

PS:   La muerte del comerciante me resultaba inverosímil. En el mundo hay miles de empresarios que son muy conscientes de que sus negocios producen muertes. Claro que no tienen el nombre y el lugar de las víctimas, en cierto sentido no las han racionalizado como seres humanos y eso les permite no sentir empatía, y por ello nunca tienen la sensación de dañar realmente a nadie. Su consciencia de sus actos no llega hasta ese punto. 

Bogotá  4 de Junio del 2017

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