La palabra alienación me produce escalofríos, pues
aunque resulta tan subjetiva (he incluso un poco anacrónica) y tan amplia en
sus posibilidades interpretativas y significantes—tanto que podría pensarse
como un concepto rimbombante y baldío—hay en ella una piedra con la que
mentalmente me tropiezo repetidas ocasiones. Sin un contexto, la palabra
alienación no significa nada, pero esa ausencia de significado es engañosa y mefítica;
aunque deba existir un precedente y un sistema desde el cual se hable de
alienación, la etimología (“alíen-ajeno,
lo que no nos es propio”) ya nos presenta un punto de apoyo. Si existe algo
ajeno, algo extraño que nos aliena, ¿existe algo contrario que nos da
autenticidad, que nos identifica como individuos? ¿Existe la identidad? ¿Hay
algo que la determina?
Estas preguntas, en alguna de las definiciones,
podrían definirse perfectamente como alienadas. Es difícil aceptar cualquier
forma de desconfianza sobre la identidad, sobre la personalidad y en definitiva,
sobre el yo, del mismo modo en que no puedes ver un microscopio con un
microscopio. Tomás de Aquino le da a alienación el significado de posesión demoniaca,
y también existe dentro de los terribles
anales de la psiquiatría un parentesco con la locura. Marx dice que los
trabajadores, reducidos a objetos dentro del capitalismo, son alienados, y
Marcuse suma la tecnología como estrategia política de alienación. La
sociología aporta lo suyo emparentando la alienación con la aculturización. De algún
modo, pareciera que todas estas definiciones se suman y se sobreponen en una
definición popular, coloquial y esquizofrénica. Así, cuando hablamos hoy de
alienación la posesión demoniaca, la locura, la deshumanización, la tecnología
y la aculturización se hacen presentes pero a su vez— y es este el motivo de mi
incomodidad—también parecen dibujar una descripción sintomática del individuo
contemporáneo.
Por ello, parte de lo que yo aceptaría como
identidad hoy en día incluye una buena dosis de alienación. Quienes mejor
entienden esto podrían ser, para mi pesar, los psicoanalistas. Uno de los
conceptos de Freud que hoy resultarían más polémicos y políticamente incorrectos
es el de afánisis, que por algún motivo
se limitó a designarlo como el temor a la castración en el varón y envidia por
la posesión de un pene por parte de la mujer. Comprendiendo la división irónica
de Freud, E. Dones dio una definición la Afánisis más universal “la abolición
total, y por lo tanto permanente, de la capacidad (y de la posibilidad) de
gozar” Agregaría a ella el temor a carecer de poder, aunque en el ego, poder y
gozar, o la capacidad de placer bien pueden ser sinónimos. Aquellas
definiciones circulares de alienación que pueden perfectamente intercambiarse
como descripciones sintomatológicas, pueden aquí entenderse como síntomas de la
castración y de la impotencia del hombre contemporáneo; por tanto, la
alienación que me interesa está vinculada al temor a ser incapaz de incidir en
el mundo, algo que Freud pudo confundir con virilidad, retenida y limitada por
su obsesión por los órganos sexuales.
Sin embargo, mi definición personal está más vinculada
a Camus y al existencialismo. Es decir, creo en la libertad como respuesta a la
alienación. Una voluntad debe avasallar la castración, pero ocurre que mi
voluntad es débil, o mejor aún, minusválida. La piedra sobre la que tropiezo constantemente
es precisamente esa, pues me comprendo como un ser alienado. De las
definiciones que traté antes, la que más me preocupa es la sociológica; no creo
ser un resultado natural del entorno en el que nací, y aunque guardo con mi
territorio todos los reparos sentimentales posibles, no me siento ni orgulloso
ni a gusto en mi nación, o peor aún, en mi ciudad natal. Apenas y siento un
sentido del deber hacia mi entorno de origen. En otras ocasiones he llamado a
esto, el síndrome del primer hombre.
Soy muy consciente de que esta sensación me
seguirá a donde vaya, pues los rastros de la identidad que heredé de mi entorno ya no son simbólicos
(no acudo a los mismos símbolos, ni al mismo arte, ni siquiera cargo una
cosmovisión parecida, ni mucho menos una
religión) no sé cómo calificar aquello que me une a una comunidad con la que ya
no tengo símbolos en común. Modos, manías, pequeños vicios de comportamiento y
de lenguaje que otro entornó detectará en mí y jamás reconocerá como propios. Los
símbolos estan cortados pero los comportamientos inherentes están ahí. No puedo
deshacerme de ellos, no puedo negarlos ni adoptar otros, pues se suman
incrementando el grado de separación. Sin embargo están ahí, haciendo parte del
sentido mismo de mi identidad, como una abstracción difusa difícil de retratar
en el papel.
¿Qué es un hombre que ha cortado los símbolos comunicantes
frente a una comunidad? Sin duda alguna
un ser alienado. Sin embargo, en este punto se encuentra la crisis de la
comunidad. La crisis no está en el primer hombre si no en las comunidades rotas
que van quedando atrás. Los emigrantes de una sociedad son aquellos que en otra
época de aislamiento habrían decidido moverla, modificarla o darle perspectivas
distintas que ayudarían a que se vuelva compleja culturalmente. Las comunidades
por tanto van perdiendo capacidad de renovación y adaptación, y ese es el
motivo de su decadencia.
La primera alienación es la de la impotencia;
la segunda, la del desarraigo.
Seres alienados, seres totalmente impotentes e
incapaces de incidir en el mundo, cargados de neurosis y angustia pueden unirse
en una voluntad, en una decisión de poder, en un líder que prometa redimirles. Por
contradictorio que parezca, el deseo de voluntad conduce a una renuncia franca
y total de la voluntad, con la esperanza de no ser castrados, de incidir en el
mundo a través de otro; esa es mi definición actual del fascismo. Eliminar los
factores que construyen alienados de la impotencia, eliminar los factores que
construyen la impotencia en la humanidad sería la única manera real de
desaparecer el fascismo. Esto es abiertamente improbable.
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