Ap. 1


Mi muy estimado amigo:

Si te soy honesto, parece que soy incapaz de luchar contra mi propio pesimismo. Ello hace que prematuramente pueda declarar inútiles todas las tareas y todas las aspiraciones, y por tanto deseche de plano la idea de someterme a un tratamiento. Tampoco es que quiera deshacerme de la vida—no temas por mi seguridad— pero en realidad tampoco estoy seguro de que quiera defenderla de alguna manera si algo la amenaza. Creo que pasé del aburrimiento de mi adolescencia a la depresión de la adultez, y ambas cosas, de un modo que todavía no alcanzo a definir, son sustancia de mi tanto como podrían serlo mis palabras o mis excreciones. Peor aún; no creo que exista nada que pueda redimirme o curarme. No importa si obtengo éxito o dinero, no importa si el amor me sonríe o si hay seres que me aman desinteresadamente; siempre habrá una sombra oscura enterrando sus dientes en mi cuello.
Sin embargo, frente a la idea de haber olvidado mi propio sufrimiento, creo que tienes razón. Ya en el pasado me he enfrentado a la terrible tarea de domesticar mi propia mente. ¿Cómo hice entonces para luchar contra mí mismo? Recuerdo la primera vez que me diagnosticaron diabetes; yo tenía siete u ocho años. Durante cuatro meses fui capaz de comportarme como un niño disciplinado. Claro que entonces sostenía todavía convicciones cristianas, y no me había entregado del todo al hedonismo. Es decir, todavía no conocía el placer, solo sabía que X cosa me gustaba, o que disfrutaba de Y asunto. Privarme de Y y X no fue difícil. El placer no comprendía aún un sentido, y mucho menos una protección. 



Bueno, esta no fue en realidad una lucha contra mí mismo, pero al pensar en aquel niño disciplinado que huyó de una enfermedad de la que nada sabía siento nostalgia por lo que fui, por aquello que dejé de ser; alguien coherente consigo mismo. 

De hecho, creo que la depresión (un mal tan común, tan etéreo y tan insustancial en nosotros) ha sido mejor comprendida por los budistas, que de tajo han rechazado el deseo. Al otro lado de la ansiedad se encuentra la nada; en cierto sentido la depresión nos advierte del deseo y de la extinción, apasionándonos con desaparecer. 
Obviamente solo puedo hablar de una depresión; la mía. Y del mismo modo, solo puedo hablar de una ansiedad, de una angustia y de una desesperación. Un siglo atrás habría dicho con total convicción que mi depresión, mi angustia y mi ansiedad son la misma que padecen todos los seres humanos. Hoy las censuras sentimentales podrían borrarme de la memoria del mundo por pensar algo semejante. Y bueno; que tema su censura significa que muy en el fondo todavía temo ser olvidado. 
Después de todo, la promesa que puede encerrar a todas las religiones no es la salvación, si no la plenitud. El cristianismo me parece un poco pálido en ese aspecto. A mí no me interesa la salvación de nada, pero la plenitud, el concepto de una existencia absoluta si me resulta tentador. Hasta el momento solo el arte me ha ofrecido algo cercano a la plenitud, pero, ¿Y si la religión o la locura tuvieran sus aproximaciones a la plenitud? ¿Y si el amor fuese a su modo otra forma desesperada de búsqueda de plenitud? Con el tiempo me vine a enterar de que aún en el más devoto concepto cristiano Dios, en su totalidad, podría pasar por ser un símbolo de la nada. ¿Qué es dios en la mente de un cristiano? ¿Un padre, una madre, o el universo? ¿No engloba Dios, con su parca y nula personalidad, todo aquello que el cristiano desconoce o no entiende?

¿Es dios la causa primera, o acaso una voluntad colérica e infantil?  Cuando cierras los ojos, ¿En qué dios piensas? ¿En un hombre colérico, o en algo más grande que el mismo universo?

A lo mejor estoy racionalizando un pequeño desequilibrio hormonal. Aquella lucha de la que hablamos la otra vez, mi lucha contra los ataques de ansiedad, no la gané yo, la ganó un medicamento. De ser solo por mis fuerzas habría muerto aplastado.

Creo que centré durante muchos años mi existencia en el placer. Pasados los treinta, el placer en sí perdió poder en mi mente. La literatura y la música pasaron a ser más decoraciones que justificaciones existenciales. En cierto sentido, es como si me hubiese hecho ateo de aquellas cosas que me ayudaron a deshacerme de la religión.

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