La verdad, apenas y me acuerdo de cómo era él. ¿Cómo era? De verdad no me recuerdo. (…) Tenía
el pelo negro, muy negro, como el papá cuando chiquito, pero la cara si era
igualita a la otra abuela. Ese pelo…lo movía y me molestaba porque parecía una mujer.
Creo que le llegaba a los hombros. Luego se puso un arete y se hizo un tatuaje.
Desde allí ni lo determiné; él llegaba y me saludaba “hola abuelita, chao
abuelita” y yo me hacía como que no era conmigo. Creo que una vez pensé que cuando
nació Alfredito yo me había lamentado de que no fuera una niña (yo no quería
hombres, los hombres se mueren muy rápido y vea que a la larga tuve razón) y pues él, así floripondio, era el castigo de
dios por desear otra cosa distinta a lo que en su voluntad me había mandado. Pero
el problema es que no era ningún floripondio, sólo le gustaba parecer uno. Creo
que una vez el Jorge le abrió la puerta de la pieza así sin avisar y encontró a
una muchacha desnuda. Era la hija de uno de nuestros compadres. ¿Que qué hizo
el Jorge? Pues nada; quedarse mirándola, así como quien no quiere. Él y la
muchacha se totearon de la risa.
Creo que lo
consentimos mucho, todos, todos en la casa. Es el problema de ser el mayor,
terminan amanerados de tanto que se les consciente. Creo que una vez le robó
mil pesos al Jorge para comprarse un helado y yo lo defendí. El Jorge dijo “Nos
va a salir ladrón si no lo reprendemos” y yo le respondí “Es que vas es a
matarlo con esa vara. A golpes no se reprende un muchacho. Además, eso es
problema de los papás, no nuestro. Nosotros ya tuvimos suficiente malcriando a
nuestros hijos” pero luego, años después
cuando llegó con ese tatuaje tan horrible yo pensé “debí dejar que el Jorge le
diera una muenda bien buena, o muchas, todos los días, toda la vida hasta que
fuera hombre” Claro que arrepentirse ya no servía para nada. Ya era demasiado tarde.
Claro que todos
los muchachos de esa época eran mariposones y medio delincuentes. Todos, hasta
los más solapaos. Y el discursito pendejo que tenían era que no los
comprendíamos, que no los entendíamos y no sé qué otras cosas. Querían mandarse
solos, pero eran pendejos completos y no entendían las consecuencias de sus
actos. Él una vez se peleó en el colegio por una muchacha, y cuando el
Alfredito fue a poner la cara en el colegio le dijo que dejara de ser metido,
que era su vida. Era un desagradecido, pero esos, esos precisamente son los que
más lo hacen sufrir a uno, y para colmo son
los que más uno quiere. Recuerdo que ese
día el Alfredito y la Graciela estaban en la cocina pensando en qué hacer con
ese delincuente y yo solo le dije “¿te acordás cuando me hacías sufrir a mí? ¿Te
acordás cuando te largabas a tomar y no me decías nada y aparecías muerto de la
perra y reventado tres días después? Pues así es la vida, todo se paga. No es
que me alegre pero sé que ahora mismo estás pagando las canas que me sacaste
más muchacho”
Hoy me arrepiento
de lo que le dije, claro, porque en el
fondo mi Alfredito no fue un mal muchacho. En cambio lo que le hizo él no tiene
nombre. No tiene nombre ni perdón; por eso a los muertos como a él no se les
permite descansar en tierra santa. Ninguna tristeza, óigame bien, ninguna
tristeza amerita deshonrar al padre y a la madre. Desde esa época a mi Alfredito
se le marchitó el corazón. Pobre hombre. Incluso sonriendo parece triste.
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