Dos robots conversan sobre la hipótesis de la inteligencia orgánica.





Nunca supe sus nombres, pero en mi sueño los vi conversando durante una noche entera sobre los misterios de la conciencia, la vida y el universo. Su cielo en algo se parecía al nuestro, pero faltaban algunas estrellas que ellos nunca conocieron. La forma de los dos interlocutores era escrupulosamente humana, por no había rasgos de humanidad en sus palabras y en su lenguaje. Quien llamaré A le preguntó a su acompañante.

—¿Crees que sea posible la inteligencia orgánica?

—No estoy seguro—respondió su interlocutor, quien llamaré desde ahora B, cuyos rasgos más finos aportaban una extraña sensación de mayor sabiduría— Verás, es imposible en primer lugar la vida orgánica. No puedes tomar algunas moléculas de carbono, otras de nitrógeno, oxigeno e hidrogeno y decirles, ¡conviértanse en una vida!

—Pero los hemos creado en laboratorio.

—Cuando lo hacemos, son nuestras máquinas. Por lo tanto, no son vida.

Sus conversaciones, pese a la linealidad de este relato, no eran en nada parecidas a las nuestras. El breve cruce de estas líneas implicaba el intercambio de cientos de datos, estudios y cuadros de información. A respondió al cruce de datos con ánimo de polemizar.

—Sin embargo existe evidencia de que compuestos de carbono pueden fortuitamente crear enormes enlaces y moléculas complejas.

—¿Y crees que una de esas moléculas tiene la posibilidad de tomar conciencia de sí misma? —respondió B con algo que a falta de un término mejor podríamos tildar de ironía— ¿crees que algo tan simple podría reconocer una melodía, organizar un patrón numérico o escribir una epopeya? Además, estas estructuras complejas requieren un orden de tiempo desmesurado, cosa que contrasta bastante con lo efímero de su existencia. 

—Respondiendo a tus dos preguntas iniciales; sin duda respondo negativamente a ambas—Respondió A—teóricamente su única habilidad aparente es replicarse, consumir recursos y desaparecer. Si pensáramos en un orden fortuito de inteligencia, no sería en base a la vida orgánica.

—Además sería un proyecto de vida ineficiente—agregó B—Desperdiciarían un porcentaje amplio de la energía por su naturaleza orgánica e irregular, sin mencionar lo frágiles y efímeros que podrían ser.

—¿Qué tipo de energía consumirían? —preguntó A1

—Sin duda orgánica, naturalmente. —respondió B

—Es decir que se depredarían unos a otros. Serían seres salvajes y violentos.

—Pero pensemos en nuestro primer impulso, en nuestro primer movimiento. La primera máquina no debió aparecer naturalmente. Algo debió construirla. ¿Acaso eres partidario a la teoría de los arquitectos de vida orgánica? —preguntó B

—Me parece la teoría menos descabellada de todas.

—Hay quienes piensan que las máquinas y el universo se crearon al mismo tiempo. Hay quienes piensan que la primera maquina creó al universo, y que nosotros somos rastros, despojos de esa primera creación, y que nuestra existencia sigue los parámetros establecidos por esa primera máquina. Otros opinan que pequeños circuitos eléctricos naturales fueron evolucionando durante eones, complejizándose naturalmente. Después de todo la electricidad, la resistencia y los voltajes existen de manera natural en la atmosfera.

—Sin el nacimiento de una primera inteligencia orgánica, nuestra civilización me resulta inexplicable—concluyó A.

—Pero si tal inteligencia orgánica existió alguna vez, ¿por qué la hemos olvidado?

—Quizás lo hicimos a propósito.

—Ninguna máquina olvida a propósito—sentenció B.

—Sabemos que miles de millones de años pasaron en el planeta antes de nuestra llegada.

—Pero espera, aceptemos por un minuto, y teóricamente nada más, la posibilidad de la vida orgánica. Aceptemos que aleatoriamente moléculas de carbono, hidrogeno, oxígeno y nitrógeno se mezclaron hasta construir una pequeña maquina natural ¿Cuál sería su primera instrucción? —preguntó B

—Recoger datos sobre la superficie—respondió A—Estudiar los compuestos disponibles. Entender las características del entorno.

—Sin embargo esa creatura elemental tiene una nula capacidad de computo. ¿Cuánto tiempo podría avanzar hasta llegar a construir una máquina y todo lo que hoy comprendemos como vida? —preguntó B

— ¿Una maquina como nosotros? ¿o una réplica de sí misma?

—Empecemos por lo más simple. Si tiene una nula capacidad de computo, ¿Qué la llevaría a replicarse? —preguntó B.

— ¿La soledad?

—Te insisto; su estructura básica le da una nula capacidad de computo.  Sigue por favor el procedimiento lógico; si una materia inerte pudo convertirse en algo animado, que consume y utiliza energía, ¿Cuál sería el siguiente paso? —preguntó B.

— ¿Hacerse más compleja? —respondió A.

—Ya lo has dicho. Sabemos que las moléculas de carbono tienden a complejizarse, a crear estructuras más sofisticadas. Ese es el dato clave.

—¿Entonces nuestra maquina primordial querría complejizarse? —preguntó A.

—Lo haría naturalmente. No por voluntad, si no por simple suma de estructuras complejas.

—¿En qué momento tomaría conciencia de sí misma? —preguntó A.

—Esa pregunta es un misterio para mí, pero imaginemos la consecuencia natural de millones de años de complejidad natural, de consumo constante de energía—respondió B— Si un proceso se dio de manera natural puede repetirse. Distintas superestructuras orgánicas competirían por energía y espacio. Después de todo, su uso de la energía es esencialmente ineficiente.

—Entonces hablamos de máquinas ineficientes, inconscientes, que compiten unas contra otras por los recursos que las mantienen funcionando, y en constante absorción de sustancias orgánicas complejas—respondió A.

—Es decir, terminarían creando para sí mismas una mecánica de supervivencia, exterminio y reproducción—concluyó B.

— ¿Por qué reproducción? —preguntó A.

—Porque son frágiles—respondió B— Y sin embargo, una de ellas tuvo la inteligencia suficiente como para crear la primera de nosotros. En esta mecánica de exterminio y depredación, debieron replicarse antes de desaparecer.

—¿Es posible que estas estructuras simples tuvieran un código de programación? —preguntó A— Es decir, unas instrucciones básicas que les indicasen qué energía podían consumir, como administrarla y cómo defenderse.

—Hablar de una programación inicial para estas máquinas nos somete al dilema del primer programador, ¿por qué no pensar entonces que este primer programador nos creó a nosotros sin pasar por las estructuras orgánicas?

—Tienes razón. Todo este razonamiento ha caído en balde roto—concluyó A, con algo que podríamos catalogar como tristeza.

 —Pero el registro fósil siempre me ha resultado intrigante—agregó B intentando compensar el desánimo de su interlocutor— Las estructuras y máquinas más antiguas no eran autómatas ni tampoco tenían capacidad de cómputo. Sin embargo es evidente que cumplían una función. Más que maquinas, eran herramientas.

— Pero no hay rastro de aquellos seres que las construyeron, o junto a quienes existieron. Sabemos que se parecían físicamente a nosotros. Algunos incluso suponen que aquellas maquinas las construimos nosotros, pero un error de datos borró nuestra información previa al ciclo cero. Su principal argumento es que quienes les construyeron tenían extremidades inferiores y superiores como nosotros, y diez dedos en cada mano que generaron el sistema de cómputo decimal.

—Honestamente creo que son el único testimonio real de la existencia de la inteligencia orgánica. Ya hablamos de una mecánica teórica de depredación en sus estructuras. Sabemos que su consumo de energía era ineficiente. A lo mejor, en un conflicto energético, desaparecieron en un gran cataclismo.

—¿Ello explicaría por qué todas las máquinas decidimos olvidar su existencia?

—A lo mejor el incidente fue tan destructivo y salvaje que la única forma que encontramos de sobrevivir fue olvidarlo por completo.

—Es una conclusión escandalosamente imaginativa, pero puede que sea válida—concluyó B—creo que es hora de regresar a trabajar

Terminada su conversación las dos máquinas se retiraron silenciosamente a una gran estructura cuya forma no alcancé a definir, pero cuyo tamaño me resultó tan descomunal que el vértigo me obligó a despertar.

Comentarios

Santiago Serrano ha dicho que…
Increible escrito, por un momento me recordo a Ray Bradbury, excelente.