
Tuve que escuchar a aquella mujer hablando de la sagacidad como el
mayor don de sus empleados durante 4 horas seguidas. Apenas le vi tuve la sensación de encontrarme con
una de esas profesoras de preescolar que en secreto maltrata a sus alumnos. Sus subordinados se quejaban de un abrupto y unilateral cambio en el sistema en sus responsabilidades; de
visitadores —hombres que vienen, cumplen
por venir y luego se van— pasarían a cazadores, o mejor decir, vendedores. Ya
no les pagarían por obedecer, si no por cazar cada día, y de manera
desesperada, nuevas presas. Bueno, pensé; estos al menos tienen un sueldo base,
no los bajarán de allí y eso les permitirá comer cuando los tiempos estén
fríos. Algo de la jocosa modalidad del cambio que presenta la empresa como la
mayor novedad y que los me resultó
chocante; evidentemente a la empresa le convienen los cazadores y no los
recolectores, esto es en esencia el cambio de modelo de la socialdemocracia al
libremercado, pero me ofende un poco su actitud de menosprecio por la pasiva
nostalgia con la que los empleados antiguos recordaban la certeza de su antiguo
salario. Recordé que quizá esa misma imagen se repetía en la mayor parte de las
empresas de Bogotá, y que aunque no lo notemos, en una ciudad tan turbia estamos
al acecho de esos hombres desesperados que sólo pueden vivir a costa de
venderte cosas. El capitalismo es desenfrenado y audaz, pero esa velocidad es
peligrosa e irreflexiva. Su naturalidad nos devuelve a la primitiva estancia
del matar o morir, cosa que no enriquece para nada nuestros intentos fallidos
de crear una sociedad funcional. Michel Houebellecq dice en su primera novela ampliación
del campo de batalla “el capitalismo es el sistema más natural de todos los
posibles y por eso mismo es el más aborrecible” Personalmente odio a los
vendedores, esos depredadores de tres pesos que poco saben de moral y deben
vivir en el colmo de la inestabilidad y la violencia para respirar tranquilos.
El vendedor encarna la desesperación del capitalismo moderno y padece
además todos sus vicios. O es ambicioso
o carecerá de tranquilidad. En el lado contrario existe un animal inerte que
será en el futuro remplazado por algún tipo de software; el oficinista. Como
oficinista sé que ocupo esa leve brecha entre lo rústico y lo intelectual que
aún no pueden llenar las máquinas. Mi labor es mecánica e irreflexiva. Carezco
completamente de la ansiedad y la desesperación del vendedor.
El impacto de esa inercia es tan fuerte que hoy
me cuesta un esfuerzo considerable escribir. Apenas duermo y los sueños se han
hecho esquivos. Por ello siempre he preferido los empleos que impliquen
fuerza o sólo tiempo. No me agotan mentalmente, no desmiembran mi capacidad
para pensar.
¿Que soy yo si no puedo pensar? Una pequeña
partícula de polvo halada en la existencia por un sueldo miserable. Alguien que
vive de lo que hace, pero no lo hace para vivir. Pues en definitiva, actuar
para vivir no es lo mismo que vivir para actuar.
Me pregunto si algún día el mundo académico se
dejará permear por esa desesperación. Quizá un día le paguen al profesor
sólo por los buenos estudiantes, o al médico sólo por los pacientes que salve
(cosa, por lo demás, que no caería mal en un sistema como la ley 100, que
promueve en realidad el dejar morir para no gastar)
14 de agosto del 2012
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