Hay
algo espantoso en las rosas de plástico. No mueren. Uno se queda ahí,
esperando el transcurrir del tiempo, encantado con la plenitud de la
belleza en su ocaso, anhelando el frío definitivo pero la muerte nunca
llega. Una rosa de plástico es un instante detenido a las puertas del
país de las cenizas. Uno sabe que lo hermoso no nos pertenece tanto como
en el momento en el que lo hemos perdido y por eso la fugacidad de la
belleza nos enamora. ¿Pero una belleza eterna? El arte solo es una
forma artificial de conservar la belleza, pero sin la muerte, la belleza
carecería de emoción... Por eso resulta aterrador como la vitalidad
desaparece de todos los rincones de la naturaleza que se presta a sus
ciclos, condenada a su obligada renovación, a su constante génesis, pero
la rosa de plástico, siempre pura y marchita sin aparentar estarlo, con
sus asfixiantes gotas de silicona, es un instante a la final ciego de
toda naturalidad, de toda consecuencia. Sigue intacta eternamente desafiando la
muerte. Desencantado, uno extiende las manos hasta los pétalos, y la
frialdad— signo certero—ahoga toda la belleza artificial en la más
asqueada de las indiferencias. Descubrimos desencantados que tan solo es
un artificio, una vulgar invención humana, una imitación de la obra, de
la madre, pero, ¿significa algo esa imitación? Si el arquitecto del
artificio pervirtió el acto y convirtió la rosa en una fiel copia de la
original, tal vez la rosa sea hermosa, pero su belleza nos será inútil.
Carecerá de la muerte; último ingrediente de la belleza definitiva. La
original en cambio será hermosa porque nos permitirá perderla entre la
yema de los dedos, despedirla dolorosamente, convertirla en evocación,
idealizarla, para luego, purificado el recuerdo, dediquemos cada
instante de nuestra miseria a revivirlo. La copia solo tendría chance de
ser valorada en un futuro remoto donde ya las rosas no existan. Miren,
dirán los humanoides radioactivos, eso que ven ahí, eso es lo más
parecido que conservamos a una rosa. Y sus interlocutores, extasiados,
sufrirán de pena, llorarán de amargura, pues han perdido una imagen
hermosa y solo conservan un artificio que a fuerza de exterminio se ha
convertido en poesía.
Si
en el fondo no fuésemos criaturas desgraciadas, la poesía seria inútil,
el amor seria innecesario y la comunicación no existiría. El
sufrimiento por la fugacidad es el padre del arte. De no ser por él, no
tendríamos la necesidad de invocar ninguna cosa, ni de conservar
emociones en aquellas capsulas contra el olvido que llamamos “obras de
arte”.
14 de abril 2008
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Ixtab.
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