En aquel entonces
pensaba “que aburrida es la historia”
Comparada con la literatura la historia está llena de
limitaciones. Así lo descubrí en mi departamento natal luego de deambular por
todos los pueblos antiguos leyendo y escuchando a los viejos hablar de la
violencia partidista y su protagonista estrella, monseñor Esteban Rojas. (No diré nada aquí
respecto a él, en realidad ya estoy cansado de escribir sobre él. Durante tiempo estudiarle y descubrirle fue una pequeña
e insana obsesión personal) Mi punto es que aunque la mayoría de narraciones
fuesen incomprobables gozaban de una
pasión y de una fuerza narrativa difícil de desperdiciar. Según me
decía el profesor Olmedo Polanco la historia requiere de siete comprobaciones
documentales para ser asumida al menos como posibilidad.
En un pueblo dado a la tradición oral esas siete comprobaciones son bastante difíciles
de satisfacer. Pero entonces, ¿Qué hacer con todo lo contado, con todo lo
soñado y con todo lo temido? La literatura
tiene la capacidad de adsorber todo lo que la historia desecha. Eso es algo
bastante dichoso, si me preguntan a mí. Probablemente no todo lo documentado
sucedió, ni todo lo que carece de documentación es irreal. Esta incertidumbre
documental resulta terriblemente válida en la actualidad teniendo en cuenta la
mayoría de medios colombianos, expertos en difundir mentiras y en
malinterpretar verdades acorde a los intereses económicos y políticos vigentes.
Todo puede ser interpretado; esa es
la incertidumbre de la historia. ¿Puedo arrancarme mis ojos ideológicos, mis
ojos humanos, y observar lo ocurrido aquí con absoluta objetividad? Yo sería un
pésimo historiador. La historia me carga emocionalmente, tanto de resentimientos
como de reivindicaciones.
¿Qué debe hacer un hombre con su futuro? En primer lugar, no
repetir los errores de sus antecesores. Algunas equivocaciones son heredables. Las
equivocaciones pululan en un contexto en donde todo puede ser interpretado. No hay
verdades absolutas. Esta incertidumbre obliga a un hombre a asumir una posición
y a defenderla, acorde a lo que considere sus intereses particulares. No hay
verdades absolutas porque no hay pueblos absolutos. Es posible que cuando Mancuso,
Márquez, Tirofijo, Uribe y otros hablaran sobre “el pueblo” no mintieran malintencionadamente. Un país
es en realidad una agrupación de realidades, de esquemas económicos, de pueblos
distintos y contradictorios, de intereses. ¿Existe un político que pueda hablar
por todos los pueblos y por todos los hombres? Lo dudo bastante. Todos defienden
sus pequeños nichos. Todos defienden sus pequeñas realidades.
Colombia: esa es una palabra imaginaria. Somos tan diversos
que somos incapaces de definirnos de manera equilibrada.
Pareciera imposible
entonces llegar a un acuerdo. Pareciera imposible que algunos interlocutores
sean capaces de aceptar como legítimos a sus contradictores.
En ese instante aparecen los mitos y las historias, para
unirnos y para separamos. Para recordar nuestros rencores, para revivir nuestra
desesperación. Los mitos son quienes nos ayudan a recordar, no lo hace la historia,
y mucho menos la política. En el Quijote aún existe una inmortalidad que Cervantes
jamás conoció.
Así nuestros mitos son
ideas que deben ser perpetuadas. Historias que nos ayudarán a desvelar las
verdades detrás de las mentiras.
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