Eduardo Salles, en su página el espíritu de los cínicos, publicó
hace algunos meses un "mapa de la indignación" una poderosa broma que
demarcaba los lugares del planeta donde una tragedia podía despertar la empatía
o la indiferencia de la opinión pública. Como suele suceder en su trabajo,
Salles hace un comentario incómodo y demoledor. Es evidente que al mundo no le
importan todas las tragedias por igual, y que el primer mundo tiene un papel
privilegiado en lo respectivo a la sensibilidad mediática. La última tragedia,
sin embargo, ocurrió en una zona amarilla, calificada por Salles como de
tristeza intermedia.
En la frontera sur de Europa,
el mar Mediterráneo, han sucedido constantemente naufragios de migrantes
africanos que no parecen importarle a nadie. A La larga son tragedias que le
pertenecen a África y no a Europa, un continente envenenado por la xenofobia y
que históricamente se ha enriquecido con la sangre de su continente vecino. Los
políticos conservadores quieren cerrar cada vez más las fronteras a las
personas, a la par que piden a otros países que las abran para sus mercancías. Los
muertos de aquel genocidio silencioso se amontonan en las orillas del Mediterráneo.
Nadie llora por ellos.
Por Turquía, desde las
zonas destruidas por la confrontación contra el estado islámico, un sinnúmero
de refugiados intentan alejarse lo más que pueden de la guerra. Al morir, uno
de aquellos migrantes tuvo la gentileza de escupir a Europa en lo más hondo de sus
prejuicios. Era un niño de tres años. Su nombre era Aylan Kurdi.
Miles de niños iguales a él han muerto en oriente medio en las
guerras del petróleo, sin despertar la simpatía de nadie. Su muerte aumentó por
diez años las desaforadas ganancias de los invasores. Cientos de imágenes horrendas abundan en
internet sobre el genocidio palestino, e Israel sigue siendo intocable,
recordando aquella vez que ser víctimas los convirtió en monstruos. Una
fotografía, sin embargo, logró el toque exacto para provocar una respuesta
emocional en los decadentes humanistas del viejo continente. La fotografía
produce, a su vez, un profundo malestar moral en muchas personas. ¿Es ético
mostrar el cadáver de un niño? ¿Debería censurarse su publicación?
En la zona gris del mapa de Salles, áfrica, ocurrió hace algún
tiempo uno de los últimos genocidios tolerados por la opinión pública. Un
fotógrafo estuvo allí, buscando humanidad con su lente, contándole al mundo lo
que sucedía. Su nombre es Sebastião Salgado.
Hablamos de un tiempo previo a las redes sociales. Un tiempo en el
que la prensa tenía el monopolio absoluto de la información y donde nadie dijo
nada porque a nadie le importaba ese país de nadie en aquel continente de nadie.
En el genocidio de Ruanda el mapa de Salles se confirma con crueldad; de no ser
por el petróleo, nadie mueve ejércitos para remediar o causar tragedias. Ruanda
estaba sola con su locura. Las bolsas
participaban como cómplices en la distancia. Salvo aquellos que anhelaban el
genocidio por motivos económicos, nadie se interesaba en Ruanda.
El propio Salgado nos cuenta, en el documental sobre su vida “la
Sal de la tierra”
“Un
grupo de 250.000 personas abandonó la ciudad de Goma y se adentró en el bosque
del Congo. Los perdimos. Todos sabían que estaban perdidas unas 250.000
personas. No sabíamos dónde estaban. Seis meses después, empezaron a aparecer por
Kisangani, en el centro del Congo. Estuvieron en el bosque durante seis meses. (…)
Había
un tren y yo me monté. El tren, tras dejar los víveres, debía volver. Pasé tres
días con esas personas que seguían llegando. Grupos y grupos de personas que
venían. Pero, cuando piensas que se fueron unas 250.000 personas, y que
regresaron 40.000... Faltaban 210.000 personas. Y paralelamente, la vida
seguía. (…)
Llegó
un momento, en que la guerrilla de Kisangani, que era protutsi, comenzó a echar
a esta gente. A enviarlos de vuelta. Tenían que andar otros seis meses para
volver a Ruanda. Empezaron a matar a algunos. Allí, encontré a gente que no
podía más. Habían empezado a delirar, habían perdido la cabeza. Se habían
vuelto locos. En realidad, de esta gente a la que expulsaron, no hemos vuelto a
oír hablar. Estoy seguro de que todos fueron asesinados.
Este
fue mi último viaje, esta triste aventura en Ruanda. Me fui de allí. No creía
en nada. No creía en la salvación de la especie humana. No podíamos sobrevivir
a tal cosa. No merecíamos vivir más. Nadie merecía vivir.
¿Cuántas veces tiré al suelo la cámara para
llorar por lo que veía?”
En lo que a mi respecta, si el cadáver de Aylan Kurdi puede
convertirse en un símbolo, que así sea. Un niño muerto a las puertas de la “civilización”
más antigua bien podría despertar a Europa de su cruel narcisismo racial. O bien,
podría sólo ser un fenómeno efímero, y será olvidado en un par de semanas por
otra tragedia igual o peor a esta.
Y
paralelamente, la vida seguía…
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por su lado, la Sal de la tierra es un grito
ensordecedor. Salgado nos presenta una camino
al tártaro que empieza con la tragedia humana coloquial, cotidiana de Latinoamérica
rural. Incluso las primeras imágenes parecen provocar una sensación nostálgica
de expulsión, de destierro—nostalgia acentuada por la condición de Salgado como
exiliado—Estas imágenes son tratadas con cierto grado de ingenuidad moral y
parecen, en sí mismas, una especie de manifiesto humanista. Ruanda por su lado
es distorsión y enajenación, barbarie y absurdo. No hay humanismo ni esperanza
posible en Ruanda, tampoco lo hay para la humanidad; no hay siquiera alguna
categoría objetable para su densidad simbólica, para la eternalización
realizada por el mismo Salgado. Podríamos insinuar que Ruanda es lo grotesco en
su esplendor, a diferencia de la definición de Floegel, sin atisbo alguno de
poesía. Es consecuente que Salgado abandonara la fotografía social con la
esperanza de una reconciliación estética con el mundo. A su modo, Aylan Kurdi también
nos recuerda que no hay esperanza en el mundo, y que no merecemos la existencia
que llevamos.
Tras ver "la sal de la tierra" siento que el fotógrafo es
un artista desafortunado. No hay ningún nivel de distancia entre la obra mundo
y su interpretación, su mirada. La obra que se erige como mundo no es otra que
el mundo mismo que lo rodea, que lo sostiene. El escritor, el músico, el poeta
o el pintor pueden mantener una distancia con su obra, están a salvo de ella.
El fotógrafo no tiene esa posibilidad. Es normal que el alma de Salgado se ahogara en la humanidad que buscaba tan desesperadamente. Es normal su intoxicación, es razonable que abandonara la esperanza y el oficio. También es razonable la salida que encontró a esta desesperanza.
Salgado
regresó al Edén para curar su alma. Hoy tiene una fundación con 600 hectáreas
de selva restaurada, y pensar en el mundo antes del hombre le permitió seguir
viviendo. Europa no tiene esa posibilidad. Pareciera estar condenada a ver sus propias
orillas, cada vez más, llenándose de muertos.
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