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Billy Corgan en los 60 |
Tras la cacería
de brujas que significó el debate del lenguaje incluyente me quedé con una
necesidad muy íntima de seguir discutiendo el tema. Ya no en las redes, ni
siquiera con los lectores en este blog, ni mucho menos con las feministas o
colectivos alrededor del legítimo derecho de redención de cualquier colectivo
oprimido en el pasado o la actualidad. De hecho, una de las cosas que me molesta de
la discusión es sobrecargar al lenguaje la necesidad de redimir a alguien, convirtiéndolo
de entrada en un campo de acción de lo político insostenible y agotador. Quien
vea la discusión política debe seguramente sospechar de la ambigüedad y de la
poesía, so pena de reconocer un espacio donde el significado se dé el placer de
ser ambivalente. El lenguaje en realidad
sólo debería reconocer deberes consigo mismo, proclamándose el único
lugar donde los entes con la capacidad de nombrar y ser nombrados son forzosamente
iguales, pero en fin; me resulta necesario ir al centro del problema, que en
realidad se encuentra en la filosofía de Foucault y su visión del lenguaje como un ejercicio de
poder.
Claro que más
allá de Foucault está Heidegger. Encontré cierta línea en Carta sobre el
humanismo que me devolvió a este problema.
El lenguaje es la casa del
ser. En su morada habita el hombre. Los pensadores y poetas son los guardianes
de esa morada. Su guarda consiste en llevar a cabo la manifestación del ser, en
la medida en que, mediante su decir, ellos la llevan al lenguaje y allí la
custodian. El pensar no se convierte en acción porque salga de él un efecto o
porque pueda ser utilizado. El pensar sólo actúa en la medida en que piensa.
Me repito mentalmente esta
frase. “Los pensadores y poetas son los
guardianes de esa morada.” la abstracción, la idea y la metáfora representadas
en el pensador y en el poeta son la esencia del lenguaje. Es natural que ellos
sean sus guardianes, porque además expanden sus fronteras. Sus campos de
batalla están en los límites de los significantes.
Nunca pensamos en los legisladores, politólogos o juristas como
defensores del lenguaje, sino más bien como sus enemigos. Aunque el legislador
requiera del lenguaje y sea naturalmente su herramienta fundamental, el
lenguaje debe carecer de ambigüedades, debe conducir a una claridad cristalina
y casi matemática. Por ello la ley y la poesía se encuentran en fronteras opuestas.
En cierto sentido, utilizar la legislación para combatir las relaciones de
poder podría verse estúpido incluso desde la perspectiva de Foucault. El
legislador es un conservador natural de lo establecido, ergo sólo puede delimitar los significados. Sin embargo, incluso
cuando la intención parece justa, el legislador falla, pues el lenguaje se
desborda más allá de sus posibilidades coercitivas. En cierto sentido, renovar un significado es algo
contraproducente para el legislador, pues equivale a modificar los contratos
sociales.
Pero el lenguaje no sólo es la casa del ser, sino también el fundamento
de la sociedad. Después de todo, esos contratos sociales son lenguaje, y
justifican la interacción de los individuos. Las relaciones de poder, decimos en
la academia y en la biblioteca se construyen con el lenguaje. ¿bastaría
entonces dejar a todos los seres humanos mudos y sordos para hacerlos iguales?
(Es gracioso acudir a Foucault para desmentir una interpretación
foucaultiana pero el lenguaje, visto como campo de acción del poder, dejaría intacta
la estructura creada a partir de las relaciones de poder en la sociedad
externas al lenguaje. Más aún, los significados pueden saltar y disfrazarse,
mutar y camuflarse en otros significantes. Por ello, incluir por decreto una
palabra, prohibir otra o imponer otra es completamente contraproducente, pues sólo
alimenta el tabú, y el tabú tiene sobre sí el lado más virulento del lenguaje. Si
por un criterio religioso prohíbo la palabra pene la práctica cotidiana creará miles de
designaciones paralelas imposibles de prohibir. Esto en sí parece simple
sentido común, pero requiere una demostración mucho más compleja que quizá
escriba más adelante)
Es natural que el legislador, el politólogo y el jurista supongan que
las relaciones humanas puedan definirse como la interacción de un conjunto de
leyes, y es natural que los humanistas, en su afán de dignidad frente a las
ciencias naturales, también supongan que si una teoría no puede reducirse a una
ecuación esta no sea válida. Es natural en esta interpretación que la
comunicación, vista desde el punto de vista estructuralista, se limite a un
emisor y receptor, a un opresor y un oprimido, y en esta interpretación la
cosificación es ineludible; ejerce poder sobre mí quien me denomina, quien me
observa y quien me nombra. De la filosofía sartriana proviene esa desconfianza
sobre la comunicación, pues comunicarse con otro es el ejercicio de reducirle a
ser un simple objeto de mis deseos. En la dialéctica sartriana de la cosificación
y la libertad individual, el destino inevitable de las relaciones humanas es el
conflicto “el infierno son los otros” en el existencialismo sartriano el lenguaje
está condenado a la soledad, como lo están todos los que asumen que la
nominación viola la dignidad del nominado.
Esto sin embargo deja por fuera
una buena parte de la realidad. Cuando lees un libro no estás siendo
cosificado. La comunicación, con sus egoísmos e imperfecciones, existe, y sus
efectos pueden percibirse en la sociedad. La literatura es algo más que un
juego de poder opresivo, y en muchos sentidos es redención y libertad. El
lenguaje es un ejercicio de poder que puede compartirse y que va más allá del
poder y sus interacciones.
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