Conocí a Ariel Ávila hace cosa de ocho años. En aquel
entonces no sentía el pudor que ahora me produce la idea de buscar un
desconocido e invitarlo a una corta conversación, pero así lo hice apenas
llegué a Bogotá; visité la sede de nuevo
arcoíris y hablamos durante unas dos horas o quizás más. Lo abordé con la
inocencia del provinciano que no conoce los reparos de la ciudad ni las jerarquías,
como un contertulio con cierta predisposición a la confianza prematura. Un par
de meses atrás, estuve en una conferencia suya dictada para un pequeño grupo de
líderes sociales, y debo aceptar que su conocimiento del país me impactó
poderosamente. Su visión de las regiones y la naturaleza del conflicto me
resultó desesperanzadora y terrible, a punto que terminé llorando de física impotencia
tras escucharlo. La idea de un tercer gobierno de Uribe parecía reunir todas
las desgracias posibles para este país, y la tormenta que se veía en el
horizonte parecía apocalíptica e inevitable.
Escuchar a Ariel Ávila era entonces como abrir los ojos, como percatarse de la
verdadera gravedad de lo que ocurría fuera del foco de los medios, como
descubrir a Colombia más allá de lo evidente.
Mucha de esa visión de país todavía persiste en mi
forma de pensar.
Ciertamente nunca volví a visitarle. ¿La razón? Decidí
apartarme de todo lo que tuviera una visibilidad política demasiado llamativa. Opté
por dedicarme a la literatura, sus frustraciones y placeres. Del Oscar Corzo de
entonces queda poco, pero pese a la victoria de Duque y todas sus consecuencias
algo de optimismo me embargó durante las últimas elecciones. Surgió curiosamente en el momento más oscuro
de la campaña, luego de la primera vuelta. El liderazgo de personas como Daniel
Quintero, María Fernanda Carrascal y Luis Ernesto Gómez me resultó inspirador. Al
verles trabajar juntos pensé que el suyo era realmente el camino que mi
generación necesitaba tomar (el eslogan #ElPaisPrimero parecía resumirlo todo
perfectamente) no sólo para conservar la
tranquilidad que el acuerdo de paz nos había dejado, si no para realizar las verdaderas
reformas que este país necesita a gritos.
Un buen liderazgo no solo deja en nosotros una poderosa sensación de futuro
posible, si no que justifica en buena medida el optimismo.
Hace cuatro días estaba en un transmilenio y escuché las palabras de un chico venezolano hablando de sus muertos, de las protestas contra Maduro y de su amor por Colombia. Cuiden su país, decía, ustedes no saben lo que tienen hasta que lo pierden, y entonces recordé aquellos trescientos líderes asesinados en el último año. Son, en cierta macabra medida, una cifra abstracta difícil de definir. Las estadísticas tienen esa oscura potestad; no nos resultan claras y con el tiempo se vuelven una especie de ruido de fondo, una forma de amonestación silenciosa.
Entonces pensé; es como matar a Quintero, a Carrascal y a Gómez al menos cien veces. Es arrebatarles a miles de personas el optimismo y la esperanza de cambio o representación. Es negarles a miles el derecho a soñar con un Estado que al menos una vez considere sus intereses o preocupaciones. Y no es la primera vez que se hace; es un método tan viejo como efectivo, tan público que apenas y puede preocuparnos; pues pareciéramos no ser conscientes del profundo efecto moral que suele generar en nuestra psicología colectiva. Asesinar trescientos líderes es garantizar que millones tengan miedo, y que nuevos liderazgos sean imposibles.
Ariel Ávila es uno de los mejores analistas que tiene nuestro país. Ayer se enfrentó en la radio con uno de los abogados más peligrosos del uribismo, que no tuvo ningún reparo en amenazarlo al aire
Tras ver el episodio pasé la noche pensando, ¿Cuántas personas
valiosas podemos perder? ¿Cuál será el costo humano de este nuevo gobierno de
Uribe? Nuevos liderazgos apenas y asoman la cabeza, matarlos nos llevará a años
de apatía y desesperanza. En muchos sentidos sobrevivir es fácil, basta con
agachar la cabeza y guardar silencio. En la literatura de los últimos años,
sobre todo en la literatura de aquellos que sobrevivieron a las dictaduras,
siempre queda la imagen romántica de que aquellos que no sobrevivieron eran los
mejores. No son en realidad una persona
dada a seguir líderes, pero entiendo la oscuridad que su ausencia nos produce. Es
una forma de imposibilidad de futuro, pues pese a lo que creamos y lo que digan
las consignas, basta con matar al mensajero para desvanecer el mensaje.
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