El Brexit, la elección de Donald Trump, el triunfo del NO en el referendo colombiano, los nuevos gobiernos de derecha en Europa, la reaparición de los movimientos supremacistas y raciales… para mí todo ello es síntoma de algo que me gustaría llamar la contraposmodernidad, que viene siendo la resistencia psicológica y colectiva a la incertidumbre resultado de la desaparición de los grandes relatos.
Hoy están en
primera plana los discursos de resistencia a la modernidad. Los discursos anti
LGTBI, los antiaborto, la resistencia a los tratados de libre comercio, la
proliferación (aparentemente insensata) del pensamiento anticientífico, la
xenofobia y la reaparición del neofascismo; todos ellos se explican como una
resistencia emocional a las trasformaciones del siglo XXI. Transformaciones que
la gente no comprende, demasiado abstractas y generales como para ser digeridas
por las mayorías. Los gobiernos, ataviados de estadísticas y tecnicismos, hace
mucho perdieron la capacidad de comunicar sus ambiciones a las personas. Es un
buen tiempo para los farsantes y los mentirosos, con historias cada vez más más
comunicables, pero cuya práctica política puede llevarnos a un abismo político sin precedentes.
Enumeraré algunas
incertidumbres cuyo peso parece pasar desapercibido para buena parte de los
intelectuales, aún resistentes al concepto de la posmodernidad (y en una mayor
medida, a su refutación) caso contrario al del joven Ernesto Castro Córdoba, autor
del libro “Contra la posmodernidad” que
considero, debería ser de obligatoria lectura.
El primer eje de
incertidumbre es la libertad de mercado,
que desplaza las fuerzas laborales tradicionales del siglo XX y crea en
sindicatos y grandes colectivos de mano de obra una sensación de no certeza, de
inestabilidad; todos los imaginarios de la clase media trabajadora giran en
torno, más que a la riqueza, a la estabilidad, pero esta hoy es imposible para
una gran mayoría de individuos. El mercado se favorece de la precariedad, y a
través de una ideología de la incertidumbre quiere desligarse completamente de
los derechos laborales. Agregado a ello,
el desarrollo de la inteligencia artificial reducirá aún más las posibilidades
de empleo fijo para los sectores de la sociedad menos calificados.
Frente al peso de
esta incertidumbre, el liberalismo parece no percatarse de su gravedad, de su
pesado efecto en la estabilidad mental de los ciudadanos. Su promesa sigue
siendo abstracta y utópica “se perderán empleos, pero se generarán otros” “Con
mejor capacitación, esta fuerza laboral perdida se ubicará en otro sector” lo único
imperdonable es regresar al proteccionismo. Parece ser que le peso del cambio
debe aceptarse en la clase trabajadora.
El segundo es la trasformación de las identidades
grupales. El desvanecimiento de lo normativo, de la visión colectiva de lo
aceptado o inaceptable. Aunque esta ha cumplido durante años una función coercitiva,
es comprendida por el ciudadano común como normalidad y estabilidad de índole social.
Cuando a lo normativo se le obliga a aceptar lo que considera extraño, pierde
por completo su identidad, su capacidad de crear prejuicios funcionales, sean
estos positivos o negativos. La visión de lo normativo, de lo aceptado,
presionada por lo comercial y por una cuestionable visión del “deber ser” ha
quebrantado visiones del mundo que hace diez o quince años eran aceptables.
La resistencia a
los cambios sociales es el síntoma más preocupante de todos; la homofobia, la
xenofobia, la creciente hostilidad contra el discurso feminista, todos estos “pro”
y “contra” respecto al cambio ha vuelto más difíciles las conversaciones entre
distintas ideologías. En un ambiente donde la comunicación es imposible, los
fanatismos parecen ser la única salida.
La incertidumbre del medio ambiente; los problemas ambientales hacen cuestionable
al liberalismo y su lucha por desaparecer el dominio de los Estados. La existencia
de un sistema sociedad sin
limitaciones y la existencia de un sistema
medio ambiente que debe ser protegido exigen la existencia de un estado
regulador, en contravía de la necesidad del desvanecimiento de los gobiernos
como entes de regulación que promueven los ortodoxos del liberalismo económico.
Slavoj Zizek dice al respecto:
“Hoy, como Fredric
Jameson ha observado con perspicacia, ya nadie considera seriamente
alternativas posibles al capitalismo, mientras que la imaginación popular es
perseguida por las visiones del inminente “colapso de la naturaleza”, del cese
de toda la vida en la Tierra: parece más fácil imaginar el “fin del Mundo” que
un cambio mucho más modesto en el modo de producción, como si el capitalismo
liberal fuera lo “real” que de algún modo sobrevivirá, incluso bajo una
catástrofe ecológica global”
La incertidumbre del conocimiento científico: el conocimiento científico de élite ha
llegado a tal grado de complejidad que resulta incomprensible para un alto
porcentaje de la población. Paralelo a esto, la desfinanciación de los sistemas
públicos de educación han creado una clase trabajadora proclive a la credulidad
y a las supercherías. Incapaces de comprender el enorme avance científico de
nuestro tiempo (avance que, no sobra decirlo, justifica la utopía que promete
el liberalismo) suelen acudir a sistemas
mundo primitivos, fanáticos e intolerantes. Este es la incertidumbre que denuncia
como trágico el gran fracaso de nuestros sistemas educativos, incapaces de ir
al ritmo de los avances científicos y la tecnología, y que a la larga serán culpables directos del colapso de las democracias liberales.
La desaparición de la izquierda también parece jugar un papel importante
en la fabricación de estas incertidumbres, pues arrojan a la gente hacia el populismo
de derecha. El estado de bienestar, hoy condenado a desaparecer como una rareza
histórica, y que a su modo fue útil para neutralizar la tentación de sindicatos
y trabajadores por el comunismo, no parece tener un heredero más allá de la
idealización de la incertidumbre laboral.
Economistas y
liberales han visto en la incertidumbre una forma de libertad que el frenesí
del mercado puede aprovechar económicamente, pero es cada vez más considerable la
porción de la sociedad que parece resistirse. Nuestros gobiernos promueven la informalidad,
la incertidumbre y la “desconexión” laboral como un campo positivo de la nueva economía,
pero los imaginarios de la clase trabajadora son otros, y solo los farsantes,
los mentirosos y los fascistas parecen comprenderlo, prometiendo a su vez una
estabilidad imposible.
Cualquier persona sensible puede percatarse de esto; occidente
parece ser un gran caldo de cultivo para nuevas formas de fascismo. El
fascismo, a su vez, no es otra cosa que una falsificación de la certidumbre.
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