Angustia y esperanza.

Las dolencias espirituales son tramposas; ayer hablaba del dolor y sus significados, de aquello que nos condujo como seres sintientes al dolor en contraposición a lo que es ahora como abstracción, como metafísica. Sin notarlo hicimos del dolor nuestra fortaleza y nuestra cárcel. Yo lo he llamado la máxima experiencia humana, pero esa quizás es una afirmación despiadada. Algunos individuos nacen y mueren sepultados en toneladas de dolor y en cambio nunca tienen una experiencia placentera. ¿Son más humanos que el resto de nosotros? Pensar así conduce inevitablemente al cristianismo, y de allí es inevitable una somatización malévola del placer.

En este punto me preocupa esa interpretación enfermiza que conduce a idolatrar el dolor pues esa nunca ha sido mi intención. ¿Qué era el dolor? Una experiencia humana. La humanidad es aquello que poseemos en cambio de nada (la virtualidad y el ostracismo pueden parecer alternativas) Conocemos la experiencia del dolor porque no tenemos elección; cuando estamos anestesiados, sin desearlo podemos hacernos daño. Por eso sabemos que es mejor el dolor y su normalidad. Por ello la insensibilidad congénita al dolor es un diagnóstico terrible y en cambio el sufrimiento hace parte de la lamentable normalidad.

El gran problema es que el dolor como símbolo debe racionalizarse. El verdadero padecimiento está en saber que el dolor es algo innecesario para la existencia plena, y aun así saberlo indispensable para la vida. Es posible desde luego sufrir sin tener consciencia del sufrimiento, pero la consciencia del yo simplemente hace al dolor abominable. El dolor por el dolor es un sinsentido que solo pareciera vincular al alma humana y de él descienden impresiones estéticas terribles que sin embargo, subrayan y enaltecen a la misma humanidad.  

Nuestro verdadero temor es el dolor. La muerte como experiencia irrepetible no nos ahuyenta en realidad pues la desconocemos “en carne propia”. La angustia es el resultado de sobrepensar el dolor. ¿Debo detenerme y paralizarme por la amenaza del sufrimiento? Esta es una idea que suele mortificarme. ¿Que tiene la vida para contrarrestar el dolor? El placer. ¿y qué pasa con alguien que ha perdido la capacidad de disfrutar? Su vida se convierte en una secuencia irremediable de sufrimiento.

Esto es crítico para mi generación, que mayoritariamente se ha creado un yo a partir del placer. Somos hedonistas. Perder el placer es probablemente la forma más terrible de caer en el sinsentido.

He considerado múltiples alternativas para este escenario. En algún momento supuse que un imperativo categórico kantiano, una moral sobre el “deber ser” bastaría como justificación para sostener una vida sin placer, pero esa idea se desquebraja fácilmente. Si le amputas a una rata sus receptores de serotonina pronto morirá de inanición. Por ello la depresión es tan peligrosa, pues es como un virus de los propósitos y los deseos esenciales en la humanidad, tan corrosiva que amenaza el simple deseo de sobrevivir. 

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Frente a la pregunta del mito de Sísifo de Camus, ¿por qué no nos suicidamos? Creo que la única respuesta  posible es que guardamos la esperanza de sentir placer. Sabemos que existe el dolor, pero el placer nos produce una satisfacción suficiente como para equilibrar la vida. Y no solo es el placer, si no la expectativa del placer. Un placer que no solamente puede ser libidinal, si no también estético e incluso intelectual... (por ello, junto al hedonista, me resulta particularmente fácil ser un esteta) La expectativa de ese placer también nos genera placer, siendo a su modo la contraparte adictiva de la angustia.

La llamamos esperanza y también produce en nuestros cerebros una carga poderosa de endorfinas. En varios sentidos es incluso más peligrosa que el dolor y que la enfermedad. Esa adicción nos recuerda la poca libertad real que tienen nuestros cerebros, sometidos por estructura a mecanismos de estímulo y respuesta (y llegados a este punto, me compadezco un poco de los negacionistas de la posibilidad de la inteligencia artificial)

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Ayer caminé un par de horas por la quinta hacia el norte, haciendo desvíos esporádicos entre la séptima y la quinta para obligarme a subir y bajar ese pequeño trozo de montaña que basta para dificultarme la respiración. Ha sido un poco para recuperar las caminatas pospuestas por la cuarentena. Sin embargo es la primera vez en muchos años que camino en calma, sin una gran sensación de ansiedad golpeteándome en las sienes.  Caminar y escuchar música son mi experiencia estética favorita, y disfrutarla me ha devuelto la esperanza en mi sensibilidad, como recordándome que hay experiencias que valen la pena por sí mismas, incluso sin en lo práctico son completamente inútiles. Creo que ha sido el miedo el principal motivo de alejarme del simple placer de caminar, y esto no es gratis pues vivo en Bogotá, una ciudad despiadada como pocas.  Me gusta parar en los locales que tienen ventanales exteriores y pedir una bebida caliente mientras afuera llueve o incluso si solo hay un ventarrón que obligue a la gente a abrigarse o correr. He notado que en aquellos momentos el tiempo parece detenerse y cada detalle a mi alrededor parece perfectamente colocado allí para alivianar el terrible paso del tiempo. Los detalles y la gente, el transito efervescente y la insignificancia, los contornos del clima y las sombras de las nubes me resultan asuntos únicos y absolutos. Sin ser demasiado atrevido, casi que podría llamar a esa sensación felicidad. 

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Sé que el tiempo es limitado, pero de alguna manera soy un tanto escéptico respecto al tiempo. A vecesno creo en nada, ni siquiera en mí mismo; una parte de mi cerebro cree que Oscar Corzo es una aburrida invención literaria y su desaparición me resulta apenas y un asunto esporádico sin valor. Sé que tengo 33 años y estoy envejeciendo. Sin embargo creo que mi única tarea en la vida es minar momentos estéticos en medio de un sinfín de lugares comunes, y por eso me inmovilizo si pierdo al mundo por miedo a las posibilidades de dolor. Perderé muchos por las limitaciones de mi vida, pero obtener al menos una sensación placentera pareciera justificarlo todo.

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