El día que la computación acabó con la existencia del universo.


 

En su cuento Los nueve mil millones de nombres de Dios, Arthur C. Clarke concibe una forma en la que la fuerza bruta de la computación logra la impensable tarea de concluir el propósito del universo.  En sus primeras líneas un alto representante del lamanismo acude a la computación para optimizar una tarea en la que su monasterio ha invertido siglos y que a velocidad humana tardaría aún 15 mil años. Los cálculos del monje le dicen que usando una Lamarck V (una inmensa computadora de los setenta, insignificante comparada con la potencia de computo actual) su tarea sería terminada en cien días. ¿El objetivo? Conjurar todos los nombres posibles de Dios usando un alfabeto especifico y la fuerza bruta; todas las combinaciones posibles serían impresas por la maquina en un alfabeto especial y luego pronunciadas por los monjes, que tras recortarlas cuidadosamente sacándolas del rollo de la impresora las guardarían en un libro sagrado. La empresa que recibe el extraño encargo es muy bien recompensada y por ello envía dos ingenieros norteamericanos al Tíbet para garantizar el correcto funcionamiento de la computadora, pero dos semanas antes de terminar los cálculos los ingenieros descubren que el resultado esperado por los monjes es el fin del universo y de la raza humana, pues al descubrir el nombre de Dios la humanidad habrá cumplido su propósito y no necesitaría seguir existiendo. Preocupados por la reacción de los monjes (que gastaron una fortuna tanto en la maquina como en su trabajo y que seguramente los culparán al terminar la tarea y no ver lo que esperan) deciden huir del monasterio. Tras un viaje corto descienden las montañas del Himalaya. Es de noche y pueden ver a lo lejos el aeropuerto, el cielo está despejado y apenas hay en el ambiente una brisa suave, lo que hará su vuelo de regreso a Norteamérica sea tan factible como lo desean. Pero justo cuando calculan que la tarea de la computadora terminó observan las estrellas y descubren que una por una todas las luces del cielo se están apagando.

En el humilde y menos mágico universo de donde salió este cuento la fuerza bruta es usada para descubrir contraseñas no encriptadas o para escribir las obras completas de Shakespeare. En 1913 Émile Borel postuló el teorema de los monos infinitos que dice lo siguiente: si un conjunto de monos pueden pulsar durante un tiempo infinito las teclas de una máquina de escribir, en algún momento terminarán escribiendo las obras completas de Shakespeare. Que yo sepa dos proyectos han intentado poner esta idea a prueba; en el 2003 miles de monos limitados a un solo pc funcionando como programas informáticos lograron escribir un fragmento de la segunda parte de Enrique IV, y en el 2011 otro ingeniero norteamericano llamado Jesse Anderson utilizó los servidores de Amazon para aumentar la potencia y la cantidad de monos; en pocos meses sus monos virtuales lograron lo que a monos “reales” les habría tomado billones de años.

Los escépticos de la posibilidad de la inteligencia artificial suelen alegar la insensibilidad mecánica de esta proeza. ¿Aquellos monos programados en Python cuyo único mérito es la tenacidad de la fuerza bruta podrán entender lo que escribieron? Mi contra pregunta suele ser, ¿Necesitan entenderlo? La imposibilidad de crear “replicas emocionales” de los seres humanos no imposibilita que las maquinas puedan remplazar a los seres humanos en el 99% de los empleos de una economía. Estamos tan convencidos de nuestra superioridad intelectual como especie que creemos que somos un paso obligado e indispensable para el éxito de la inteligencia artificial. En realidad creo que podrían omitirnos u obviarnos sin un mayor esfuerzo de recursos, pues en el fondo, Shakespeare también fue obra de la fuerza bruta. Un conjunto de genes que empezaron en el primero microorganismo de la tierra compitieron durante miles de millones de años de selección natural hasta que llegaron a un individuo biológico llamado William Shakespeare, un resultado del azar como cualquier otro. El 99.99999999% de su cadena evolutiva podría ser tan indiferente a su obra como los monos del ingeniero Anderson.

¿Subestimo a la biología o sobrestimo a las máquinas? La respuesta a esta pregunta me resulta innecesaria. Hace algunos años mi amigo Deicidium tomó papel y lápiz y tras dibujar un algoritmo me dijo que le pidiera algo, pues la IA no era más que eso; algoritmos, arboles de elecciones, entradas y salidas que lo mismo hacían en el papel que en el entorno de ejecución. Su interpretación me resultó excesivamente idealista pues implica desestimar todas las capas tecnológicas sobre las que descansa la programación; eliminar la electrónica y la ingeniería eléctrica por debajo de la computación actual y los millones de procesos que le permiten al comando ejecutarse en un procesador. Equivale un poco a eliminar del pensamiento humano todos los procesos biológicos y físicos que le permitieron existir. ¿Qué sería mi creatividad, mi tristeza o mi alegría sin las miles de células que me componen y que procesan moléculas y proteínas en procesos de los que no soy consciente? En mi nihilismo considero que la humanidad es un accidente que una nueva forma de inteligencia no necesita repetir, pero desaparecer a la humanidad implicaría desaparecer el arte, cosa que me resulta insoportable. Probablemente sea platónico imaginar una “obra ideal” donde Shakespeare y los monos infinitos no son más que aproximaciones. En esta aproximación los circuitos lograron en doscientos o trescientos años lo que a las moléculas orgánicas les tomó miles de millones de años. Peor aún; en las modas actuales de anulación del autor, por eficiencia uno podría anular a Shakespeare y quedarse con los monos. Ese es otro resultado absurdo. Por ello (y solo porque el arte le podría resultar innecesario a las máquinas) la humanidad debería prevalecer.


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