Mi vecino uribista.





Este texto no es un elogio, pero pretende a su modo ser una expiación colectiva. *


    Antonio es un hombre agradable, un buen conversador y un buen vecino. A veces nos encontrábamos cuando yo salía a trabajar; él solía estar con alguno de sus perros esperando a que el animal defecara y al verme siempre sonreía con una incomodidad graciosa mientras con la mano opuesta a su saludo evitaba la fuga de su mascota. Ciertamente no lo conozco a profundidad, pero tiene de mi parte la confianza que uno le otorga sin proponérselo a esas personas que conoce desde la niñez. Como en casa éramos muy pobres, solíamos acudir a su consultorio luego de las seis de la tarde pues él solía donarle a quien necesitara un par de horas de consulta al terminar su día laboral. Como yo era un niño enfermizo constantemente estábamos en su sala de espera junto a campesinos y trabajadores rasos. Una vez tuve un ataque de asma y mi mamá me llevó cargado a su consultorio; eran como las diez de la mañana y él me pasó antes que a su paciente asignado y me aplicó una inyección de adrenalina que me ayudó a respirar. No nos cobró nada; recuerdo que eso me impresionó muchísimo. Otra vez vez intentó ser alcalde y entonces le reclamé a mi mamá por no apoyarlo “No tiene ninguna posibilidad” me respondió “En política no solo hay que pensar en los amigos, primero se piensa en los más opcionados” Sé que lo intentó algunas veces más, siempre quedando de tercero o cuarto. Pese a los rumores de que era un bebedor y un drogadicto en mi niñez él era uno de los individuos más celebres y respetados del pueblo y por eso mismo supe que la guerrilla lo extorsionó un buen puñado de veces. También sé que al igual que los demás patriarcas del pueblo temía un secuestro en su familia, y que entre los campesinos que atendió habían víctimas de reclutamiento, violación y tortura. Desde luego que al hablar de él seguramente no soy imparcial, después de todo hay mucho en mí de ese niño que llegó a su consultorio ahogado y pidiendo socorro. Antes de que por mi camino se cruzara la literatura, quise ser médico como él, para atender gratis a los campesinos después de mi día laboral.


    De hecho, creo que de los doce a los dieciséis esa era mi forma favorita de imaginar la plenitud.


    Años después me fui del pueblo y en Neiva me hice amigo de su hijo. Yo le conté con nostalgia mis recuerdos de su padre. Él me contó que en los años en los que estuve lejos fue director del hospital departamental y que hizo tan buen trabajo que incluso lo entregó con superávit. Eso me sorprendió, y aunque en mi interior quise responderle que un hospital público no debía quedarse con dinero sin gastar no le dije nada porque noté que lo admiraba profundamente. Qué envidia tener un padre y poder admirarlo, pensé. Ese mismo año la procuraduría lo destituyó por diez años. Su hijo me dijo que aquello fue una venganza política de sus opositores.


    Aún en esta ecuación no aparece Álvaro Uribe Vélez. Sé que Antonio lo admiraba. Como cientos de habitantes de la clase media alta del sur del país, odiaban a la guerrilla por los secuestros, por las extorsiones y los reclutamientos forzados, y por años estuvieron tan agradecidos con la gestión del primer mandato de Uribe que nunca pudieron tolerar siquiera una crítica en su contra. La guerrilla en aquel entonces agobió con dureza a los pequeños agricultores, y cuando no exigían dinero u obediencia exigían un hijo pues “La lucha del pueblo les pertenecía”. También fueron comunes las tomas guerrilleras a los pueblos y las masacres; la década de los noventa fue de absoluta desesperación para todos, y en la desesperación esperábamos milagros atroces. Aquellos ciudadanos de clase media se volvieron leales, fanáticamente leales al uribismo pues a su modo ellos eran los niños asmáticos socorridos por un ente abstracto, un patriarca clemente llamado Uribe Vélez. Cuando Uribe empezó su partido personal (el centro democrático) se arrojaron sobre él como defendiendo a un santo. Así que entiendo que Antonio siente por Uribe un trozo de lo que seguramente yo siento por él. En nuestra tierra odiamos la ingratitud. El problema es que cuando el objeto de tu gratitud es un político le perdonas demasiado, y si le debes algo le debes la vida entera.


    Como agravante a esto Uribe gobernó durante la última bonanza petrolera que tuvo este país y la gente quedó con la sensación de que solo él hacía funcionar este país. Al menos en lo que tengo de memoria, no recuerdo a otro presidente con un control mediático tan absoluto como el que ha gozado Uribe. Colombia es un país tan disfuncional y con una concentración de poder tan absoluta que si por un breve momento el país funciona la gente supondrá que es cosa del presidente.


    La propaganda ha tenido un factor de alienación absoluto en personas como Antonio, porque Uribe ha sabido venderse muy bien entre personas como él. Se vende como mártir inmolado y como víctima, y a la vez como cura a la putrefacción institucional; los hombres como Antonio entienden muy bien esa contradicción, pero la aceptan porque suponen que a veces “Hay que tomar decisiones difíciles”. El punto es que el Estado colombiano llegó a un momento de crisis en donde toleró que para funcionar debía ser asesinada una parte de su población y en este instante es evidente que no hemos logrado recuperarnos del costo moral de lo que significó el uribismo.


    Creo que muchos uribistas creen demasiado en la lealtad, una lealtad militar y absoluta, una lealtad sin fisuras, sin espejos. En parte porque antes de Uribe ya se sentían traicionados, ya sea por individuos particulares o por la sociedad y en Uribe han externalizado ese yo mártir que quieren defender, ese yo mártir que está dispuesto a incendiar al mundo con él. Uribe les ha instrumentalizado acudiendo a su lealtad, culpando al mundo exterior de confabulación, y ellos, sin saberlo, alimentan con esa lealtad ciega los motivos por los que el mundo los traicionó.


    La fanatización de las personas como Antonio me parece una tragedia difícil de asimilar. En los últimos días, alguien como Antonio atropelló a personas que marchaban, y personas como Antonio han llegado a la alienación suficiente como para defender esta decisión. Uno podría pensar que todos los uribistas son homicidas y narcotraficantes, pero en realidad el uribismo está lleno de personas como Antonio. Para mí, esto pone al uribismo al mismo nivel que el radicalismo islámico, un adoctrinamiento tan alienante que trasforma personas normales en potenciales asesinos. ¿Seguirán haciéndolo cuando ya no cuenten con la complicidad de las instituciones del país? Temo que sí. Al uribismo puro y duro la realidad se les distorsionó de tal manera que quieren inmolarse también, quieren morir por una causa monstruosa y como quieren morir también están dispuestos a asesinar.


    Sin duda los principales culpables de esto son los medios de comunicación, pero pasarán años para que podamos mirar atrás y tener una idea clara de lo que ocurre durante estos días. Hoy ni siquiera tenemos una visión clara de si saldremos adelante y si en la inmolación uribista nos iremos todos junto a Uribe.


    El uribismo es una caída libre hacia el abismo, y no; aún no vemos el punto más profundo.





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