La antesala del desastre


 
 
La autenticidad es una búsqueda engañosa. Al estar atada tan profundamente al deseo, algo en ella nos conducirá a los abismos significantes de la individualidad. “¿Quien eres?” Es una pregunta engañosa, tramposa si se quiere, pero ahora imagínate saber a profundidad, a cabalidad, lo que aquel desconocido que eres tú mismo desea en realidad. La respuesta a esto no es lo que espera la publicidad, la sociedad, tu familia o tu ideología; hablamos de un deseo auténtico, un deseo puro, algo nacido del pozo insaciable de infinita nada que es tu individualidad. Esto parece un artilugio filosófico pero yo no tengo ninguna autoridad para hablar de filosofía. Este tipo de preguntas son tan poderosas e insistentes que logran esconder los verdaderos deseos detrás de una estratagema racional. Es normal que le temamos a nuestros verdaderos deseos porque nada les impide ser monstruosos. Por simple integridad, los individuos racionales suprimen sus deseos irracionales detrás de excusas, construcciones de lenguaje que maquillan el egoísmo natural de los seres vivos.
 
 La autenticidad a lo mejor no es una elección, sino una condena. Hay que tener cierta firmeza espiritual para soportarla. Aún hoy la autenticidad implica una separación inevitable de las tribus y comunidades. Sé muy bien que algo en este discurso es anacrónico y todos pensamos que la diversidad y la libertad son las banderas políticas progresistas por excelencia. El mundo dice ya no temerle a tu individualidad, pero eso también es una farsa; seguimos siendo instrumentos funcionales a nuestro entorno y mientras lo seamos—siguiendo una comitiva de reglas, leyes y significados entre líneas—al parecer no tendremos problemas ni seremos prófugos o desterrados. El único cambio para el mundo es una actualización constante de categorías organizativas; aquí, confieso, flaquea mi anarquista interior. Las normas no son necesariamente supresión de la libertad. Ahora mismo dependo de una estructura lingüística normativa para escribir y para ser comprendido. El otro implica acuerdos; el yo es un reflejo del otro, en la comunicación he suprimido algo de mi caos interno. Por eso mismo no somos lenguaje. Cuando pienso en mi autenticidad pienso en el reflejo de mí que veo en los demás. Yo soy el vacío a mi alrededor que el trato de los demás dotó de significado. A veces me resisto a esta afirmación pero otras veces me consuela pensar en ella, es una contradicción al animal solitario que soy en realidad.
 
 Soy un animal y soy un superviviente. Me ha costado tanto sobrevivir que pareciera que me he conformado solo con sobrevivir. A veces siento que el mundo no tiene nada para mí. Lo sé, es una conclusión jactanciosa. Como el niño cristiano que fui alguna vez, vivo con una sed permanente de lo absoluto que solo el arte puede llenar. O eso me repito para obligarme a escribir, pero lo cierto es que escribir me ha dotado de los únicos instantes honestos de felicidad. Busco placer, pero ya no busco ser amado. Para colmo soy algo anhedónico; no me satisface casi nada del mundo disponible para mí. Creo que crucé un límite donde el mundo me lastimó demasiado. Así que constantemente debo preguntarme por mis verdaderos deseos, esa es mi forma de oponerme a mi nihilismo. Me aterra pensar a veces que no deseo nada y que soy un sepulcro blanqueado con un impecable cadáver adentro. No pertenezco a ninguna parte. No ambiciono ser comprendido. El amor me parece una fatalidad desagradable que preferiría evitar de ahora en adelante. Me aterra herir a otros simplemente para satisfacerme. 
 
Solo que nada es más fértil que un cadáver. A veces hay que morir para crear algo nuevo. Si ese es el inevitable ciclo de la vida, ¿por qué no podría serlo también el ciclo de la individualidad?

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