Hablemos de automóviles.

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Hace un rato encontré en la última novela de Houellebecq un comentario sobre un geek tecnológico que en vez de comprarse un Tesla optó por un Aston Martin DB11 y recordé nuestra última conversación, esa donde ironizábamos sobre lo que llamamos “El comportamiento de carencia que impulsa nuestros contemporáneos a medir sus ingresos a partir de los vehículos que pueden comprar. En la primera novela de houellebecq, precisamente (Ampliación del campo de batalla) el auto del protagonista está perdido por descuido y él decide reportarlo como robado. El auto no es un lujo allí, es un inconveniente lleno de papeleos y de ridículo social porque a su modo también es un símbolo de responsabilidad civil, un símbolo de estatus, y que lo descuides, o que lo ignores es un motivo de sobra para que los demás te vean con desconfianza. Hay un ritual a su alrededor, incluso un tema de conversación que ayuda a los adultos a sobrellevar la ausencia de temas más profundos, o aún mejor, una excelente excusa para evitarlos. Tanto tú como yo desertamos de esa conversación porque nos aburre, pero en realidad a mí los automóviles me desbordan. Hace poco me encontré con un amigo de Neiva que no conoces, Cristian, que compró un auto solo para parquearlo frente a su casa y meterse dentro de él a escuchar música. Ese comportamiento me resultó muy interesante porque en aquello de los automóviles es como meter un pie en el agua antes del chapuzón. Con el tiempo aprendió a usarlo, después de todo ya había cedido a la tentación esencial que fue comprarlo así que finalmente hizo parte de aquella conversación, ese club de contribuyentes preocupados por los impuestos de rodamiento y el precio de la gasolina, ese club que anda por ahí devaluando su dinero a punta de accidentes, descuidos y malentendidos con extraños apurados y furiosos. De joven me aburrían muchísimo las conversaciones sobre automóviles, pero hoy las escucho con mucha atención intentando adivinar aquello que intentan evadir, precisamente, hablando de automóviles. Los automóviles pueden ser una cortina suntuosa que oculta cosas, un maquillaje de pretensiones que puede mostrarnos más de lo que el propietario podría confesar. Los automóviles son una decisión estética antes que pragmática, un mensaje al mundo exterior donde está en letras brillantes y luminosas aquello que queremos que piensen de nosotros, porque la conversación es idéntica en todas las capas sociales. Cambian las marcas, las posibilidades, los fetichismos estéticos, pero siempre querremos desesperadamente ser nuestros objetos.  

Contrario a lo que me dijiste, creo que el ascenso en la pirámide social no disminuye la fascinación por los objetos, todo lo contrario, la intensifica; el dinero alimenta la exclusividad y el estatus, es decir, el fetiche, pero los objetos siguen siendo fascinantes, absorbentes, después de todo son los verdaderos escalones de la pirámide social, en un tiempo de paz donde la fuerza es reprochable preferimos los objetos en vez de la conquista de territorios, el incendio de aldeas y la violación de mujeres. Hoy Gengis Kan y Alejandro serían millonarios tiktokers arrojando relojes Rolex y champaña por el inhodoro, al fin y al cabo un auto costoso es un tótem de separación entre nosotros y el mundo.  

No creas que mis palabras son un reproche al consumismo y al fetichismo, todo lo contrario, a me interesa la espiritualización del consumo, porque al final el relato es lo importante y seguramente el automóvil de mi amigo Cristian si habla realmente de lo que es él; para entenderlo me dediqué a pensar en el pergolero satinado, en los petirrojos tejedores o en las oropéndolas de Baltimore que siendo aves hermosas optan por decorar esmeradamente sus nidos con objetos brillantes para lograr aceptación sexual. Aquellos nidos, con piedras, metales y ramas que reúnen son la materialización de su deseo. Porque todos somos nuestro deseo y es eso precisamente lo que nos salva del vacío. Nuestros contemporáneos se esfuerzan concienzudamente en llegar ahí, poseer un auto del que puedas estar orgulloso es un punto de llegada esencial en la vida adulta, un éxtasis de reconocimiento social, de materialismo gozoso e inocente, una meta espiritual que a mí me resulta intraducible para mi sistema lógico, así que en realidad lo observo desde el exterior e intento comprenderla para menguar mi aislamiento.  


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