Aprisionar al Dios Salvaje.



Luego de x cantidad de meses sin escribir una sola línea, retomar cualquier cosa (incluso una simple nota) me resulta imposible. ¿No hay nada en mi cabeza? Hay sensaciones, pero no hay metáforas. El dolor, el cansancio y la perplejidad no son narrativas. Ciertamente no he sido capaz de sacarle a mi corazón las gotas más profundas de su dolor, y el resultado natural es la anhedonia. Estoy expulsado de mí mismo.
        Esto ocurre, principalmente, porque no he logrado ser honesto. Serlo podría costarme la vida.
        Ante el terror una máscara se apodera de mí y toma el mando de las funciones más elementales. Gracias a él puedo caminar, trabajar y comer, pero es otro el que controla mi vida. La pregunta importante es, ¿cómo pedirle que me la devuelva? Su respuesta natural es repetirme que sigo herido y que es mejor que me desentienda de las funciones esenciales, so pena de que todo el organismo naufrague. Tú no puedes hacer nada ahora, me dice, es mejor que te escondas y relamas tus heridas, como el perro viejo y sarnoso que eres; cuando puedas mantenerte en pie volveremos a ser uno solo. Su voto por mi recuperación es engañoso, y cada día que pasa percibo menos al mundo exterior, menos la luz del mundo (aunque duela) y me ahogo en la infinita oscuridad de mi imaginación enfermiza. En realidad, el aislamiento que debería curarme me está enloqueciendo.
          La máscara dice; esta escuálida metáfora es una mentira.
        En mi corazón no hay nada más que símbolos. Mi cerebro está en blanco, y en una especie de ataraxia me he convertido a propósito en un perfecto ignorante. Mi gran enemigo es mi bastedad, mi empalagoso narcisismo, por eso le he arrancado hasta el último de los significados. Yo arrojé los símbolos a mi corazón con la esperanza de salvarlo; tengo la esperanza de que algo hará que mi interior conecte el mensaje correcto, pero yo mismo ignoro si tal mensaje existe o si vale la pena siquiera entender algo. ¿Acaso es la trascendencia humana? Yo mismo, apóstata y desheredado, renuncié hace mucho a la trascendencia. ¿Dios? ¿La espiritualidad? Tengo la esperanza de ser solo carne y que mi aburrimiento será finito ¿El rostro más allá de la oscuridad? Es posible un creador, un principio, pero no debería importarnos. ¿Cuál es esa pregunta que quiero responderme a mí mismo?
        Mi definición favorita de moral es “Un conjunto de preguntas que no queremos hacernos”.  
        ¿Cuál es esa pregunta, absoluta y terrible que trato desesperadamente de evadir? A lo mejor ella justifica todo.
        Me llamé a mí mismo “fuerza de la naturaleza” y tú me llamaste ególatra. La verdad es que soy oscuramente honesto y tú, que me conoces a la perfección, sabes que no miento. Soy una voluntad irracional. Si fuese un poco más destructivo podría tildarme de calamidad pública.
        Ojalá arrancarse la piel tuviera algún propósito. Todo lo que he hecho para aprisionar al Dios salvaje no tiene sentido.
        Cuán grande es el mundo depende de nuestros ojos y de las herramientas que tengamos para verlo. Esta frase criptica y pomposa, que pareciera querer decirlo todo pero en realidad no dice nada, me ha obsesionado las últimas semanas. La torre de Babel y las murallas de Jericó crecen a medida que crecen las obras mundanas, después de todo siempre lo legendario debe superarnos mucho más allá de nuestras posibilidades—A lo mejor Odín tenía menos conocimientos del mundo que un escolar de décimo octavo, pero escribir era tan mágico, tan oscuro que en la antigüedad era necesario ahorcarse por algo que nosotros aprendemos en segundo grado—A lo mejor nosotros mismos, el más simple de todos nosotros, solo por tener acceso a internet parecería un dios en la antigüedad, un ser absoluto y omnisciente, a lo mejor los límites de nuestra generación era inmensurables dos siglos atrás, y estamos tan faltos de un punto de referencia que nos frustramos demasiado rápido frente a nuestro propio potencial, disfrutando muy poco lo que para miles de nuestros antepasados no fue más que un sueño. Más que computadores, nuestras mentes se parecen a estómagos que tratan de sacar provecho de lo que consumimos. Me gusta pensar en lo que diría Borges de una Kindle—a lo mejor un viajero del tiempo le llevó una y de ahí nació el argumento del libro de Arena—a lo mejor estamos tan inmersos en la utopía tecnológica que apenas y nos damos cuenta que deberíamos reaccionar con perplejidad y religioso pavor a lo que no comprendemos. Crear algo no implica comprenderlo. El creador del primer cuchillo no imaginó las cruzadas ni los degollamientos del genocidio étnico de Ruanda, no imaginó los asaltantes que apuñalan en Medellín ni al seppuku por honor de los japoneses. Lo maravilloso puede cegarnos, y hay mucho en lo maravilloso que, aunque entendamos sus mecanismos, nos supera.


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