Sobre los artistas de la séptima (3)

 


 

A puertas de despedirme de Bogotá, y aceptando mi derrota (o mi incapacidad adaptativa) para hacerme un lugar en esta vereda gigantesca llena de artistas desesperados, he pensado en que uno de los lugares que seguramente extrañaré es la carrera séptima. Kitsch hasta el hartazgo, repleta de personas con quien nunca quise cruzar nunca una palabra (y aún así, una que otra vez, logré encontrar conversaciones interesantes) a lo mejor he sido para este lugar una especie de artista itinerante igual a los músicos callejeros y los pintores de aerosol; ellos y yo compartimos el mismo espacio, ¿por qué seríamos diferentes? Y así como un día escribí en este blog que me sorprendía la evolución estética y técnica de los malos músicos que cantan en la calle veintidós, creo que no noté que en mi papel de espectador alienado que yo sufría la misma evolución y crecía del mismo modo en que lo hacían ellos, como voyerista y virtuoso del hambre, como expulsado del paradigma cultural y como profeta laico, como vagabundo sediento de limosnas que se quejaba de no encontrar un lugar en el mundo en donde ser él mismo —como el pez que busca al océano—, a lo mejor estuve diez años en el lugar  al que pertenezco y nunca fui capaz de verlo. No sería la primera vez. Soy tan ignorante que ni vi o no quise ver lo evidente. Y con todos mis planes de fuga aplazados o cancelados, regresando a un espacio en donde mi libertad estará algo más restringida, resignándome a una soledad despiadada que me acompañará lo que me queda de vida, creo que con las comunidades me ocurre lo que en mi juventud me ocurría con el amor y solo valoro aquello que he perdido. Podría quedarme aquí, seguramente para siempre, pero ya no tengo fuerzas. Y es obvio que no tengo alcurnia para el mundillo cultural bogotano. ¿Por qué no lo noté antes? Creo que en esas cosas me gusta mentirme. Simultáneamente ese es mi peor y mi mejor defecto. Me gusta pensar que no tengo patria, pero lo cierto es que uno puede renunciar a las virtudes de su nacionalidad, pero no a sus defectos; incluso cuando puedes verlos, incluso cuando los desprecias en otros, tus defectos culturales son un agujero negro que no puedes evadir y caerás en ellos sin remedio. En ese amor mío por la carrera séptima debo aceptar que perseguí al fantasma de Gabo en dos fotografías; una en la que va de la mano de Mercedes en la 19 con séptima y otra en la que camina por la Jiménez con Mutis y Botero. Pero a diferencia de Gabo nunca pude hacer vida cultural. No creo que existan mis iguales y si existen están tan reacios al contacto como lo he estado yo todos estos años. No sobrevivo en los auditorios ni en los cocteles ni en las polémicas. No soy esa clase de individuo. Soy la clase de escritor anticlamp a quien le gustaría pasar completamente desapercibido. Esa es mi zona de confort. No me interesa ni los performances ni la vida pública. Así que como fantasma invisible de la séptima, siempre me he conformado leyendo (buscando) los fantasmas de viejas sombras de la vida cultural, me gustan las paredes mohosas donde antes se escondían y asesinaban a los poetas, me gustan las psicofonías y la desesperación y la podredumbre. No me gusta el presente. Soy un reaccionario estético en toda regla, un dinosaurio de viejas normas. Y como dinosaurio, mi lugar siempre estuvo en la séptima, en los sitios que los escritores no frecuentan desde los setenta, o en los anaqueles de baratijas viejas que los estafadores venden en el septimazo, o en el café la Florida, o en el café pasaje o en el restaurante el envigadeño, o en las librerías de segunda, o en el teatro callejero. El caso es que más vale aceptarse que mentirse. Me he emocionado más aquí que en otras partes porque la emoción en estas calles, conmoverse y sentir tiene pinta de milagro. Encontrar un libro deseado tirado en el suelo sobre un trapo sucio y vendido por dos mil pesos tiene pinta de milagro. Y una violinista que toca Gloria de Vivaldi tiene pinta de milagro. Como territorio de los outsiders, de los forajidos y los rateros, la séptima también posee su propia sintonía estética. Miles de personas vienen los fines de semana a consumir cultura (lo poco que queda para ellos) perros calientes de dudosa procedencia y ropa de segunda. Nadie, absolutamente nadie, te conoce; esa es la verdadera libertad definitiva. 

Ps: Esta nota también es una fábula. El motivo es simple; no pertenezco a los artistas de la séptima porque hay otra huella dentro de mí,  gigantesca más allá de lo que podría aceptar, que es la huella universitaria. Pertenecer a una escuela te da en todas las situaciones, incluso en las extremas, un techo sobre tu cabeza y un suelo bajo tus pies.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
No vi que publicaras la liga en Twitter... Tu más persistente acosadora.