El misterioso instante (inicio)


    Ahora mismo tengo treinta y siete años pero seguramente tengo al mismo tiempo trece o catorce. Estoy frente a Hernán Martínez, uno de mis grandes amigos de adolescencia. A su lado está Isaías Peña, uno de mis grandes amigos de adultez, y junto a él Está Betty Porras, su esposa; desde hace un par de horas tratamos de entablar una conversación sobre política o sobre literatura. Casi ha anochecido y la habitación está en penumbra. Mientras hablamos he paseado por la biblioteca de la sala. Conozco los libros perfectamente, reconozco la mayoría pues fueron lecturas importantes en mi adolescencia. Estamos en casa de Hernán y Edith, casa que he considerado durante muchos años el lugar más hermoso y plácido de Pitalito. Junto a mí está Edith Vargas, la esposa de Hernán, quien entró a la sala con una elegancia y solemnidad que terminó conmoviéndonos.

     En mi mente existe una dualidad temporal, pues no he dejado de pensar en el instante en el que entré a esta sala por primera vez hace casi veinte años.

    Recuerdo perfectamente ese día. ¿Por qué leía entonces? Por aburrimiento. Era insomne y el ruido de las noches me asustaba. Pasaba las madrugadas mirando el tejado y temiendo un cataclismo. De la religión solo heredé la pasión por el apocalipsis, pues siempre me han obsesionado las desgracias. Fue ese temor el que me llevó a los libros por primera vez. De niño le tuve pánico a la lluvia después de ver la película Tornado de 1996. En una fecha cercana a esa película, una lluvia con un vendaval se llevó parte del tejado de mi casa materna. Desde ahí empecé a tener ataques de pánico cada que llovía. No bastó con que todos los adultos a mi alrededor me dijeran que en Pitalito no eran posibles los tornados, a mí me aterraba la insensata posibilidad del desastre. Y desde luego, no dormía. Bebía café en cantidades atrofiantes —y como lo hacía desde bebé, prácticamente desde el principio de mi vida, nadie nunca imaginó una conexión entre ambas situaciones—. Como era ansioso, como estaba desesperado por olvidarme (momentáneamente) de mí mismo y mis catástrofes imaginarias, acudí a algún ruido que me salvara del silencio o del sonido del viento. Dormía entonces escuchando radio. Me gustaban el AM y la capacidad de escuchar emisoras de cualquier lado del mundo.  Me gustaba imaginar aquello que escuchaba. Sin saberlo, estaba a un paso de la lectura.

    Mi camino con los libros pudo ser desastroso desde siempre. O peor aún; tuve muchas oportunidades de no ser lo que soy ahora; pude ser médico o un ingeniero, un guarda de seguridad o un asesino, pude ser un indigente o un drogadicto, un estafador o un narcotraficante, pero en realidad, dadas las características desastrosas de mi ansiedad adolescente y mi situación económica, creo que todas las posibilidades realmente eran negativas y terribles. 

   En el clímax de la película tornado, los dos protagonistas (Helen Hunt y Billy Paxton)  logran cruzar indemnes un monstruoso tornado F5 amarrándose a una tubería profunda con unas correas para caballos. Al entrar en aquel demonio enorme que rugue como un devorador de las profundidades, los dos científicos pueden ver el embudo, una estructura misteriosamente cristalina parecida al ojo de los huracanes, ubicada en el centro. Me he repetido la escena en YouTube luego de treinta años y me sorprende recordar cada uno de sus detalles. El CGI no ha envejecido bien. La música de coros religiosos y los rugidos del monstruo parecen una constante en mi deseo literario de terror que ha dominado el resto de mi vida. De niño, creo que encadené esa imagen con la del tejado desprendiéndose de la casa una noche de lluvia torrencial. El tornado se hizo un símbolo de la fragilidad de mi vida. Rayos, viento y el tejado rompiéndose al ritmo de los relámpagos y las ramas rotas eran señales del destino. Con ellas creé mi propio apocalipsis. 

    Empecé a leer libros sobre los temas que escuchaba. Y en la mayoría del mundo los programas de radio nocturnos hablan de misterio. Exploré el terror y la magia, la brujería y las sociedades secretas, los detectives de la guerra fría y la revolución francesa, los estafadores de wall Street y los narcotraficantes del amazonas, los misterios órficos, la ciencia ficción erótica, la vida calamitosa de los amantes de los presidentes, los secretos de los Papas y la religión en todas sus formas. Fantasmas, demonios, cazavampiros, hombres lobo, caballeros templarios y secretos del grial, los mitos artúricos y las religiones precolombinas.  Yo era un adolescente extremadamente ansioso con una curiosidad desmedida. Sin duda tenía amor —mi abuela me amaba con locura, mis tías me amaban, mi familia aún me ama aunque a veces no pueda comprenderme— pero me desconectaba mi orfandad; yo pedía a gritos una guía. La fe de mi familia no satisfacía mi curiosidad. Yo era un niño ansioso, con una imaginación desbordada y con una tendencia paranoica al terror; ergo, lo quería todo. Ese apetito por el todo era muy peligroso. Pude terminar en lugares horribles, en destinos desagradables, pero por fortuna conocí a Hernán Martínez.

    Hernán Martínez me mostró lo que en realidad necesitaba. Un horizonte estético. Algo tan simple, elegante y elemental como una biblioteca.

    Hernán Martínez e Isaías Peña han sido lo más parecido a una figura paterna que tuve buena parte de mi vida. He dicho que tengo treinta y siete y catorce porque (insisto) tengo en mente la primera vez que llegué a su casa con la promesa de llevarme uno de sus libros. Nos conocimos en la biblioteca municipal, conversábamos con la bibliotecaria que estaba harta de mis preguntas y me dijo que él a lo mejor podría ayudarme. Luego asistimos a una tertulia creada por el escritor Gerardo Meneses. En esa tertulia me recomendó ir a su casa por los libros que no estaban disponibles en la biblioteca, creo que fui por un ejemplar de narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe. Que misterioso es este instante, pensé al verlos juntos —justo en este momento, teniendo en contraste, en doloroso contraste, aquella primera vez, aquellos años de formación en donde visitaba esta casa casi todos los días o al menos una vez por semana, llevando mis textos para que él me diera su opinión, leyendo sus recomendaciones, conversando con él mis dudas y preocupaciones toda la tarde, llevando incluso a mis amigos— Al verlos me agobia el trascurrir del tiempo, el infinito apetito de Saturno. Toda mi vida ha girado en torno a una conversación con ellos dos. A lo mejor mi única pretensión honesta en la vida es hacer por otros lo que ellos dos hicieron por mí. Pero el mundo ha cambiado, y a pesar de sus aristas, creo que lo ha hecho para bien. Hoy en día una amistad como la que tuve con Hernán sería sospechosa y mal vista, y un hombre prudente no permitiría a un niño desconocido entrar a su casa sin sus padres. Pero al mismo tiempo, creo que le debo todo a que esa amistad fue posible. Creo que tuve mucha suerte.

    Volví a Pitalito hace un par de meses. Llevo días tratando de volver su casa pero un sentimentalismo agrio me lo impide. Hernán lleva años prisionero del Alzheimer. Ya no es el hombre cálido y enorme, el lúcido y gigantesco conversador que lo iluminaba todo. Y yo en realidad no he podido aceptarlo.

     Me aterra aceptarlo.

    —Vamos los dos—me dijo el día anterior el profe Isaías—Apoyémonos y visitémoslo. Es algo necesario.

    Me cuesta aceptar el paso del tiempo. Pero el destino de Hernán es el de todos los hombres, incluso el mío. Yo ya no soy un niño y de hecho, creo que soy un adulto enclaustrado y presuntuoso. Creo que si he sido su alumno, si algo de su generosidad debería haberse quedado conmigo, fracasé por mi imposibilidad para la calidez. Llevo semanas pensando en una frase de Byung-Chul Han “La sabiduría sin comunidad es intrascendente; los sabios solitarios son frutos rotos”. He regresado a Pitalito porque mis fantasías intelectuales fracasaron, porque soy un sabio sin comunidad y apenas reconozco el lugar de donde vengo. Es decir, soy nadie. Pero aunque no paso el mejor momento de mi vida, a veces olvido mis deudas. Yo era un desastre potencial con todo en contra (conmigo como mi principal vector destructivo, con el miedo como eje de mis deseos y virtudes) pero fui salvado por los dos hombres que tengo en frente.

    “Ustedes me salvaron” pensé decirles en medio de una conversación de política en la que solo participamos Isaías y yo, en la que Hernán —creí— no estaba presente, hablábamos de la azolada política, de las futuras elecciones argentinas, de la derecha y la izquierda, del cataclismo y la esperanza, pero con un hilo de voz Hernán me contestó cuando daba todo por perdido “Y entonces, ¿qué podemos hacer?”.

    En ese momento me fue difícil contener las lágrimas, pero creo que la habitación y la casa se iluminaron. ¿Aún estás ahí, amigo mío?


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