Sobre el poder.



 

    Es extraño; empecé a enseñar y dejé de escribir. Y no es solo cuestión del agotamiento y el hartazgo mental después de una jornada laboral. Pitalito, en este insignificante reencuentro que significó el regreso a un lugar del que he tratado de huir toda mi vida, ha saturado mi capacidad de razonar. Enfrento cosas que no deseaba enfrentar, cosas sobre mí mismo y sobre mi origen que nunca quise ver honestamente. Me desagrada mirarme al espejo y al mismo tiempo, me asombra conocer a detalle la sombra de ese Oscar con el que he estado negativamente obsesionado toda mi vida. Me siento absoluto e irrelevante, intrascendente y al mismo tiempo fundamental para un universo recóndito y descompuesto. Estoy aprendiendo. Odio hacerlo. Cuando esto ocurre mi forma de escribir cambia y los patrones usuales del texto se desordenan. Sé que debo ser una mejor versión de mí mismo—hoy más que nunca—pero el dolor del cambio es aterrador.  No tengo el control sobre mi vida y mis emociones. Mi sensibilidad lo devora todo. Odio eso. No logro conciliar mi aislamiento emocional con el reguero de empatía que significa para mí conocer tantos proyectos de ser humano, tantos que ocupan un amplio espectro de cualidades y defectos cuyos colores y formas podrían colorearlo todo, desde la inteligencia a la estupidez, desde la bondad hasta el más cruel y violento narcisismo. Me he enamorado de una causa y me he decepcionado sin abandonarla por completo. Quiero que el mundo desaparezca y al mismo tiempo, abogo por una esperanza ensordecedora que alivie todas y cada una de mis decepciones.

    Pero no para mí (yo no importo) Soy un desastre y una persona imposible, ¿cómo puede algo bueno salir de mí? Me maravilla esa misteriosa trasferencia de convicciones y dudas, de agobios y sentimentalismo, de convicciones huecas y harapientas, de fe y desagrado que significa enseñar. Detesto la autoridad. Me niego a ejercerla tanto como me niego a someterme. Por eso mismo, he pensado muchísimo en el poder. Como docente, el poder es al corazón de todo lo que detesto del mundo.

    ¿Qué es el poder? Me preguntaba hoy, ojeando de reojo el mal humor de un estudiante terrible que parece detestarme. Pero no sé todavía si me detesta a mí o detesta mi rol de interruptor de sus impulsos.  Él es en realidad la única persona que me obliga a tomar el desagradable rol de tutor y lo hace, precisamente, porque ambiciosa poder, y como lo ambiciosa sobre los más débiles debo impedírselo. Llevo un mes pensando en sus deseos. En su mundo ideal, en la lectura correcta de sus impulsos. Algún día también sentí un violento deseo y no pensé en nada distinto a su propia satisfacción. Algún día también fui un abismo de egoísmo —y a lo mejor lo sigo siendo— y entonces pensé; a lo mejor debería tratar de ponerme en sus zapatos; ¿La sofisticación de un individuo depende de que tan complejo es el deseo que quiere satisfacer? ¿La educación podrá salvarnos de ser ratones en una caja de Skinner oprimiendo incansablemente la palanca del orgasmo hasta morir de inanición?

    Imagina entonces tener el poder de decirle a un chico; pospón ahora la satisfacción inmediata y en cambio te prometo un placer para el resto de tu vida. Un placer seguramente más intenso y constructivo, un placer útil socialmente que no lastimará tu orgullo ni te hará sentir miserable. Educar, desde un punto de vista puramente conductista, es forzar la postergación del placer. Esto es particularmente cierto en un momento en que todos —incluido el profesor— tiene en su bolsillo su propia palanca de la caja de Skinner conectada a su sector del cerebro que libera dopamina.

    El poder siempre funciona como una promesa. Sea tanto positiva como negativa, el poder desaparece con la coacción.

    Mi desprecio por el poder viene de aquí; placer, castigo. Crueldad o coacción, siempre he querido ser yo quien decida mi relación con el placer. Soy un hedonista pero mi relación con la satisfacción es significativamente frágil; a mitad de mi vida siento que los placeres más simples se agotaron y por ello solo pienso en formas muy abstractas de gozo. En semejante estado podría caer fácilmente en alguna forma de misticismo o espiritualidad si no fuese precisamente por mi propio narcisismo. Si acciono una palanca y me autodestruyo, o si por el contrario construyo algo de lo cual sentirme orgulloso cuando por fin desaparezca, seré yo quien tenga el control de mi salvación o mi ruina. Al mismo tiempo, esta misma obsesión por el control también me hace un suicida potencial. Si algún día muero, me gustaría que fuese por mi elección.

    Esta pretensión de control justifica toda mi vida. Mi instinto antirreligioso—por ejemplo—dependía completamente de mi resistencia a disciplinar mi deseo sexual.

    Y ahora, contradictoriamente, soy un disciplinador; el monstruo que detesté toda mi vida tiene mi rostro. Los hedonistas y narcisistas me detestan. Entiendo que lo hagan. Pero no sé qué prometer para que la disciplina del placer tenga un sentido.

    Sé que esa promesa siempre es política. En un futuro tan incierto, ¿Qué sentido tiene la educación?

    Pero en realidad mi pregunta de las últimas semanas es una sola. ¿Cómo un hedonista esteta-pesimista obsesionado con el control puede convertirse en un profeta de la disciplina sobre el placer?

    A través de la esperanza, me dice una vocecilla interior.

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