Elitismo y arrogancia.

 


No hay una palabra que me resulte más molesta y desagradable que «privilegio» pero de esa molestia puede desprenderse un montón de ideología. Un adulto que ha tenido que enfrentarse a empleos y tareas desagradables para sobrevivir rara vez tiene la capacidad de autoaceptarse como privilegiado, pero sin duda lo ha sido. En primer lugar, es hombre. En segundo lugar, está vivo y ha podido dedicar su tiempo a lo que ama. Pero hay un privilegio muy sobrio que creo, poco a poco tomará mayor importancia social y es el privilegio de educarse. Hace poco encontré un artículo de Asimov titulado «El culto a la ignorancia» y lo traigo a colación debido a una discusión desagradable que tuve hace algunas semanas con una conocida. El artículo es más viejo que yo (1980) y ya nos habla de la pérdida del nivel lector en los jóvenes, de los medios de comunicación como los grandes emporios de lo fútil y del desprecio colectivo al conocimiento. El elitismo, ya en tiempos de la escritura del artículo, era terriblemente impopular. Dice Asimov:

    Ahora los oscurantistas tienen una nueva consigna: «¡No confíes en los expertos!». Hace diez años era «No confíes en nadie que tenga más de 30 años». Pero los que aireaban tal consigna vieron que la alquimia inevitable del calendario los acabó volviendo a ellos unos treintañeros indignos de confianza, y parece que decidieron no volver a cometer ese error jamás. «¡No confíes en los expertos!» es algo que se puede decir sin ningún peligro. Nada, ni el paso del tiempo ni la exposición a la información, los convertirá en expertos en nada de provecho.

    Es curioso que desde Platón tengamos esa certeza apocalíptica de que las nuevas generaciones no sabrán conducirse en el mundo. Pero, ¿es acaso una desconfianza justificada? Un breve repaso de historia podría mostrarnos que las culpas—las verdaderas culpas y los desastres significativos—más que en los jóvenes, están de lado de quienes juran tener experiencia y saber lo que hacen con sus vidas.

    Continúa Asimov.

    También está en boga otra palabra con la que se da nombre a todo aquel que admira la aptitud, el conocimiento, la cultura y la capacidad, y que desea que se extiendan. De ese tipo de gente decimos que son «elitistas». Es la palabra más jocosa jamás inventada, ya que los que no pertenecen a la élite intelectual no saben qué es un «elitista» o cómo se pronuncia la palabra.  No bien alguien grita «elitista» se hace evidente que dentro de esa persona se esconde un elitista que siente remordimiento por haber ido al colegio.

    De acuerdo, olvidémonos de mi ingenua pregunta. Cuando decimos que la gente de Estados Unidos tiene derecho a saber, no nos referimos a cosas elitistas. Lo que tiene derecho a saber es, vagamente, algo así como «lo que pasa». La gente de Estados Unidos tiene derecho a saber «lo que pasa» en los tribunales, en el Parlamento, en la Casa Blanca, en los consejos industriales, en las agencias reguladoras, en los sindicatos; ahí donde tienen asiento los poderosos. Muy bien, estoy de acuerdo. ¿Pero cómo se va a conseguir que la gente sepa todo eso? Si nos dan libertad de prensa y nos dan periodistas que quieran investigar, que sean independientes y valientes; no cabe duda de que, cuando haya algo importante que saber, la gente lo sabrá.

    EEUU es un lugar particular. El elitismo es un dogma social del que hasta el más ingenuo Reckneck se siente orgulloso. Es una desgracia que un país tan poderoso se sienta tan orgulloso de su ignorancia y de lo innecesario que resulta saber dentro de su sistema económico. Era inevitable que esta dolencia espiritual norteamericana que denuncia Asimov tarde que temprano contagiaría al mundo, pero lo ha hecho desde un punto de partida que a mí me ha resultado tanto interesante como sorprendente: la decadencia norteamericana proviene del antirrelato científico y la conspiranoia. El país que institucionalizó el desarrollo científico del siglo XX ha generado también los más grandes relatos anticientíficos del siglo XXI. La desconfianza en las instituciones científicas es el resultado natural del elitismo norteamericano.

    Después de todo, si aislas al grueso de la población de la educación más importante, nada distinto podría ocurrir. Pero lo que a mí me ha tomado por sorpresa es la forma en la que los vacíos educativos norteamericanos se han ido contagiando alrededor del mundo. En parte, porque yo nací y crecí dentro de esos vacíos que permitieron el contagio. Y de un modo significativo, en esos vacíos también participó Asimov.

    Hoy no es posible crecer sin cuestionar a las élites. Hoy los relatos institucionales crecen mintiéndose a sí mismos, apoderándose del status quo mientras denuncian que combaten una élite que ya no existe. Esto aplica tanto para la música como para la política. Me cuesta un poco deconstruir la siguiente afirmación: En buena medida los intelectuales del sistema norteamericano son cómplices de su propio aislamiento y al mismo tiempo, son cómplices de que los antirrelatos sean tan poderosos políticamente en todo el mundo. Esta parece una declaración lapidaria pero en realidad es bastante obvia; los intelectuales simplemente son consecuencia de su sistema social.

    Claro, ¡siempre y cuando la gente sepa leer! Resulta que el leer es una de esas cosas elitistas a las que me refería; y una mayoría de estadounidenses, desconfiando como desconfían de los expertos y despreciando como desprecian a los intelectuales relamidos, no sabe leer y no lee.

    La gente no solo necesita consumir información y leer libros, sino también producirlos. El grueso poblacional no se conforma con ser entes pasivos de información, también quieren crearla y difundirla. Y si no pueden acceder a la información esencial que justifica todo el entramado, lo harán con lo que tienen, así sus mitos sean fantasías armadas con loque la élite les permitió quedarse.

    Naturalmente, el estadounidense medio sabe trazar su firma de una forma más o menos eficaz y entiende los titulares de las noticias deportivas, pero ¿cuántos estadounidenses no elitistas podrían leer, sin excesiva dificultad, unas mil palabras consecutivas en letra menuda, algunas de las cuales podrían llegar a tener tres sílabas?

    Particularmente en la música y las artes plásticas, las élites mutaron apoderándose de los relatos antiélite. Todas las instituciones que dominan el relato cultural y quieren prevalecer defienden expresiones populares que se armaron con relatos antielitistas. Los doctores, editores, periodistas, especialistas y docentes universitarios se han escondido como sabandijas dentro de los relatos populares e intentan pasar desapercibidos mientras denuncian a otros como elitistas. Elitista es—para ellos—todo el que diga en voz alta que el emperador está desnudo; toda la cultura popular dominante en occidente está construida con los retazos que cayeron a la basura. Los intelectuales, los sacerdotes laicos de las universidades que quieren desaparecer su complicidad, hoy disfrutan de un disfraz  que les resulta tan cómodo como para crear una ortodoxia que no acepta réplicas; todo aquel que cuestione su discurso es sospechoso de elitismo. Por contradictorio que parezca, desde la perspectiva cultural dominante los relatos elitistas hoy son marginales y minoritarios. El elitismo está pues, fuera de las universidades, fuera de los epicentros culturales y los fondos de estímulo cultural.

    Naturalmente, esto es absurdo.

    Pero de todos los relatos antielitistas, el más sospechoso de todos es el que gira en torno al relato y los medios de comunicación. Pero de eso hablaré otro día.

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