Un nombre.

 


 

Es misterioso marcar algo, ¿no te parece? Hace un instante un compañero de trabajo se acercó a mí para entregarme mi cosedora perdida. No la veía desde noviembre del año pasado. La propiedad es misteriosa: diez letras escritas con rotulador negro bastan para que alguien encuentren la posición especifica de aquel objeto en el mundo. Los nombres en realidad son coordenadas espaciotemporales, tienen un momento y un propósito que justifican nuestro sentido del universo. Sobre mi escritorio está el libro de una chica que estudió en este liceo mucho antes de mi llegada. Puedo leer su nombre, pero la coordenada que llevaría el objeto a su propietaria es un callejón sin salida. Este libro, marcado con un lapicero rojo que perdió su brillo con los años habla de una dirección vacía, de un espacio que ya no pertenece a nadie. Los nombres sin embargo no son una invención humana; delfines, murciélagos, ballenas y pingüinos tienen nombres —modulaciones de voz específicas para cada miembro de una comunidad— sonidos diferenciados que ayudan a identificar a los individuos. Pero, ¿qué es un individuo? ¿Identificar frente a quién? En millones de átomos y pedazos de espacio y ausencia, en este breve momento en donde coexistimos en un aquí y un ahora ilusorios e inabordables , hay una perturbación dolorosamente autoconsciente llamada Oscar Corzo cuya voluntad se disgrega por pedazos del mundo y los reclama como suyos. A él le pertenece esta cosedora. Un día desaparecerá, pero los rastros de esta cosedora le sobrevivirán milenios. Susurro un nombre pues los nombres son fantasmas, espejismos y también magia. Entiendo por ello por qué llevamos siglos concibiéndolos como mágicos. Mi nombre es un acto aleatorio del que he terminado apropiándome, pero en realidad podría ser cualquier otro nombre o cualquier otro rostro pues soy una coordenada de circunstancias y fenómenos universales. Es misterioso tener un nombre pero es aún más misterioso no confundirlo con mi yo verdadero. Mi padre un día conjuró unas palabras exactas, un momento preciso y de aquella conjugación surgió mi nombre, pero yo no soy una palabra.

Yo, en realidad, soy nada.

Estoy enamorado; conjuro un nombre (conjuro la nada) o a lo mejor; una forma específica del universo aparece frente a mí, un universo imposible y desbordado que no existía antes.

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