Pareidolia.

Últimamente escribo fatal y nada de lo que hago me resulta interesante.

He releído cosas propias que me molestan.  Releí en público una de las entradas más recientes de este blog y ni yo mismo supe lo que quería decir o si quería decir algo en realidad. Si no se tiene nada que decir, ¿Para qué escribir? Creo que escribo semejante a la respiración de un moribundo y me muero de nostalgia casi todo el día sin ser capaz de materializar ni una buena metáfora. El cansancio me vuelve imbécil. Si pudiera definir mí estado la palabra más sencilla sería la de un permanente estado poético, es decir, la de una sensibilidad sin argumento. La escritura basura, la escritura insípida me ocurre cuando confío demasiado en las fórmulas. Pero a veces un escritor debería repetirse pues necesita maestría en esas mismas fórmulas que juntas y repetidas cual máquina de zapatos no pueden más que considerase basura. Yo me repito cuando quiero un tono y me obsesiono con él. He repetido algunos capítulos una treintena de veces y he tirado unas ochocientas páginas porque busco un tono que a lo mejor no existe. A veces creo que mi aislamiento podría degenerar  en unos diez años en un idioma privado, secreto y hermético inaccesible para el resto del mundo. Y tal vez yo podría sentirme satisfecho, pero entonces escribir carecería de sentido.

Este año he terminado dos libros. Uno es pura escritura basura y el otro es un sustrato doloroso de esa sensibilidad sin argumento de la que hablo arriba. La poesía me cuesta por estar saturada de mí, de mis obsesiones y de mi soledad, de mi desamor y mi fantasía.  En la poesía, la intimidad del lenguaje me condena al desamor propio. El otro—que es un libro hijo del hambre—nunca aparecerá en mi biografía. No tiene sentido escribir por desamor o escribir por hambre pero el fantasma de la hiperproducción  no permite a los escritores el silencio. En realidad, muy pocas cosas merecen decirse. Pero insinuar eso implica caer otra vez en el fantasma de lo sagrado.

Hoy pensaba en eso en la tarde; a veces el ateísmo puro no tiene brújula. Toda nuestra tragedia gira en torno a esa carencia. Alguien como yo, que ve símbolos y señales en todos lados, está condenado a perderse erráticamente sin lo sagrado como direccionador de su pareidolia.

Querido Dios, universo, señor, principio antrópico; estoy perdido. Yo también quiero una señal.

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